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Reportaje:DE SIRACUSA A OLIMPIA | LECTURA

La isla de Calipso

Manuel Vicent

Hoy ni siquiera se necesita saber nadar para creerse un Ulises. De todas las peripecias que pasó en su regreso a Ítaca ese que fue el cornudo más famoso de la historia, me interesan menos las penalidades que sufrió en la mar que sus travesías amorosas en tierra, cuya navegación es mucho más fina y arriesgada. La figura de Ulises se ha adaptado literariamente a la estética heroica de cada época. Al principio fue una simple mutación de Hércules para convertirse luego en el marino astuto e imaginativo, ejemplo de la inteligencia práctica. Dante lo concibió como un intelectual vagabundo y el poeta Tennyson lo hizo un romántico explorador victoriano. Según esta teoría de Bradford, los mitos de la Odisea podrían repetirse en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Son infinitas las formas de naufragar en el asfalto sin aflojarse el nudo de la corbata y ahora mismo en verano se pueden ver a muchos Ulises sudados con toda la familia a rastras acarreando sombrillas, flotadores y patos de plástico en las atiborradas playas o atascados en el coche durante horas a la salida de las ciudades en busca de absolutamente nada, que eso es hoy Ítaca.

El Etna requiere estar a su altura, puesto que se trata de un reto del espíritu, así es de patética su belleza
En la isla Strómboli el volcán se despierta, desde el inicio de los tiempos, cada 20 minutos
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Huyendo del castigo de la maga Circe, Ulises abandonó el puerto de Taormina rumbo al Peloponeso
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De Siracusa a Olimpia

Puede que yo fuera uno de esos héroes al alcance de la mano cuando decidí salir de Siracusa para viajar al volcán Etna, a Taormina y a los islas Vulcano, Lípari y Strómboli, llamadas Eolias, en el mar Tirreno, donde reinaba la maga Circe, que mandó a Ulises al infierno, a la oscura región de Hades, para que se purificara antes de aceptarlo en su cama. A la salida de Siracusa dejé a la derecha un camposanto lleno de ángeles de escayola subidos a los panteones como queriendo saltar la tapia; de hecho, creí que me hacían señas con el pulgar para que los llevara en autoestop hacia un lugar más agradable. Al lado, sobre una trasquilada pradera se extendía una plantación de escuetas lápidas blancas del cementerio de marines ingleses y norteamericanos que murieron en el desembarco durante la II Guerra Mundial. Dejé atrás esta región del Hades municipal y militar, y enseguida se sucedieron los limoneros, los huertos amenos, las villas decadentes, rodeadas de cipreses que ya no eran los guardianes de la muerte, sino del encanto de una burguesía provinciana. Poco después las chimeneas de la refinería de petróleo circundaban la bahía de Augusta y olía a crudo este paisaje por donde Arquímedes y algunos presocráticos venían a estirar las piernas.

Antes de llegar a los suburbios de Catania, una carretera me condujo a la ladera sur del Etna, un volcán que fue siempre motivo de gran excitación para los griegos y romanos antiguos, una especie de demonio temido y admirado, que se manifestaba entre el fuego y la nieve. Horacio y Virgilio trataban de aplacarlo con versos sublimes y los sacerdotes lo hacían con súplicas a los dioses. Como quiera que sea, a la hora de afrontarlo, el Etna requiere estar a su altura, puesto que se trata de un reto del espíritu, así es de patética su belleza. A medida que ganaba su falda y me alejaba del valle, el paisaje se fue ensombreciendo de lava. Llegó un momento en que las negras torrenteras, que son acumulaciones convulsas de un fuego apagado, dejaban brotar líquenes, flores rojas de dompedros y había masas de árboles del regaliz con su racimos de cápsulas amarillas, de pinos, hayas y abedules con una explosión de un verde violento en medio de la gigantesca carbonera.

Desde cualquier curva de esta ascensión a la boca de fuego, que ahora sólo humeaba por tres chimeneas, se podía contemplar entero el valle del Bove, de una aridez que me secaba la boca sólo de imaginarla, que tal vez fue ubérrimo paraje en tiempos de la Odisea porque allí pastaban las vacas y las ovejas de Helios, el ganado solar sobre el que la maga Circe había establecido un tabú, con la amenaza de grandes catástrofes para quien lo quebrantara. La carretera luego descendía por el norte del volcán hasta Taormina sobre la lava petrificada. El nombre de Taormina deriva de aquella manada taurina del Sol, con la cual el amotinado Euríloco hizo un gran asado mientras Ulises dormía.

El siroco es un viento negro del desierto africano que al atravesar el mar Jónico llega a la costa oriental de Sicilia cargado de humedad y de polvo abrasado. Cuando este viento se instala en Siracusa su poder es tan absoluto que cualquier crimen de sangre que se cometa bajo su imperio queda eximido o al menos atenuado ante la justicia, que aquí la ejerce a veces un viejo natural con gorra ladeada de campesino, chaleco negro y camisa blanca arremangada. Este viento del sur fue el que empujó las naves de Ulises hacia el recaladero de Taormina. Con los víveres agotados los navegantes pasaron allí largo tiempo sin poder hacerse a la mar de regreso a Ítaca y llegó el momento en que el hambre puso a la tripulación al borde del motín. Desde el puerto se veía el valle donde pastaban impunemente las vacas y las ovejas del Sol. No es de extrañar que aquella visión excitara los jugos gástricos de los marineros varados por la fuerza del siroco hasta que un día, aprovechando que Ulises echaba una cabezada en la popa de su nave, el cabecilla Euríloco gritó a los amotinados: "Puesto que vamos a morir de todas formas, muramos hartos". Los intelectuales vagabundos no deben dormir, dígalo o no Dante, porque en cuanto Ulises despertó de la siesta, su nariz venteó una brisa de carne asada y al instante supo que por su falta de diligencia iba a iniciarse la catástrofe.

Estas cosas pensaba yo en la encantadora plaza de Duomo en Taormina mientras tomaba un café capuchino en una terraza a la sombra de la fontana sin imaginar el desastre que Circe me tenía reservado, pese a no haber probado carne de ninguna clase. En las callejuelas de Taormina subí y bajé escaleras entre buganvillas en compañía de hordas alemanas, me hice a un lado cuando pasaban manadas juveniles con mochila y chancletas, admiré el paisaje cabalgado sobre la inmensa bahía y en la playa me tomé una dorada a la brasa. Luego seguí viaje hacia el estrecho de Mesina sin esperar que cantaran las sirenas ni salieran a aplaudirme los pulpos gigantes de la antiguas Escila y Caribdis, que hoy tal vez están en nómina en la oficina de turismo siciliano.

Bajo el aroma suculento que las vacas asadas y las ovejas sacrificadas esparcían en el aire, huyendo del castigo de la maga Circe, el esforzado Ulises abandonó el puerto de Taormina, izó velas y puso la proa rumbo al Peloponeso, pero muy pronto una nube negra cubrió toda la mar siendo mediodía y un viento furioso que provenía del valle del Etna, donde estaban los restos del banquete prohibido a merced de los buitres, se precipitó sobre las aguas y el oleaje hizo saltar los obenques y estays de todas las naves, de forma que los mástiles aplastaron las cabezas de los timoneles y perecieron todos los tripulantes excepto Ulises, que en medio de la tempestad logró fabricar una balsa de fortuna con el mástil y la quilla e incluso pudo afirmar a esos maderos un pellejo de cabra lleno de agua dulce. Ulises fue llevado primero por la furia de Eolo hasta los remolinos del estrecho de Mesina y allí sus lágrimas desafiaron la marea y la hicieron subir de nivel, pero finalmente los dioses se calmaron y, viendo su esfuerzo sobrehumano, apaciguaron las aguas. A pocas millas de la costa de Taormina, el Jónico tiene una leve y segura corriente hacia el sur de Sicilia, establecida por la naturaleza. Tal vez Ulises se dejó llevar por ella y después de varios días de navegación al pairo, cuando el siroco había ya desaparecido, la balsa del náufrago vino a dar por ley en la ensenada de la isla de Ortigia, que entonces era la patria de la diosa Calipso y que hoy es Siracusa.

Desde Mesina seguí camino a Milazzo para embarcarme rumbo a las islas Eolias, un archipiélago del mar Tirreno, que tiene el infierno en sus entrañas. Pasado el espolón del cabo, después de una hora de travesía a mar abierta en la tripa de un tiburón de fibra de poliéster tirado con motores de gasoil, llegué a un abrigo entre montañas. Era la isla Vulcano, donde habitó Hefesto, el dios del fuego, y allí también estuvo Homero para inspirarse con el olor a azufre hasta convertirlo en hexámetros de oro. Tal vez imaginó que el reino de Circe estaba en la vecina isla de Lípari, a pocas millas de navegación, donde la maga convertía en animales a cuantos hombres se acercaban a amarla y así vivía rodeada de leones y perros con voz humana a cuya jauría se unió la piara de cerdos que fueron los compañeros de Ulises. Esta isla no tiene nada que no produzca la emoción de la belleza. El fuego interior ha sido amaestrado y se ha convertido aquí en balnearios de aguas termales. Una callejuela principal lleva a la alta explanada del fuerte donde el mar tendido, al perderse de vista más allá del horizonte azul, se convierte en sentimiento amoroso, en un concepto de la mente, con la sensación de que la inmortalidad está al alcance de quien quiera navegarlo desnudo. En Lípari hay una iglesia normanda, un puerto rodeado de cafetines, calas que son abrigos seguros para yates piratas que llevan a bordo a reyes destronados y financieros en busca y captura. En las terrazas se extasiaban ante el whisky de media tarde parejas anglosajonas alcoholizadas que se aman tanto como se muerden, se besan, se insultan, duermen la mona y amanecen risueñas y lavadas por el cielo azul y el mar transparente.

Desde Lípari a Strómboli hay una hora más de travesía. Su volcán se despierta cada veinte minutos desde el inicio de los tiempos. Vomita y se vuelve a dormir. Es una isla cortada con acantilados de lava reciente cuyas entrañas, junto con el fuego, insisten en arrojar también la pasión que vivieron allí Ingrid Bergman y Roberto Rosellini. Desde la antigüedad, Strómboli fue descrita por todos los viajeros griegos y romanos. Allí Eolo gobernaba todos los vientos y sus marineros estaban avezados en ellos con sólo atender el rumbo que tomaba en cada instante el humo del volcán. Negro sobre azul, ésa es la bandera natural de Strómboli, que, pese haber sido habitada por tantos héroes, hoy debe su fama a un amor romántico siempre a un punto de la destrucción. No pensaba encontrar a Ingrid Bergman sentada en una mecedora en el hotel La Sireneta, pero podía conformarme con degustar una ración de atún rojo como el que pescaba su marido en la película, y ésa era toda una aventura.

Ignoro qué transgresión cometería en Taormina o en las islas Eolias para merecer el quebranto que me sobrevino de regreso a Siracusa. Imaginaba que allí ya estaba Ulises en brazos de la diosa Calipso, reina de Ortigia. Después de desembarcar en Milazzo tomé la ruta hacia el sur por la cornisa oriental de Sicilia y era ya de noche cuando en lugar de rodear Catania por la autopista de circunvalación quisieron los dioses que confundiera una señal y me adentrara en el corazón de esta ciudad. Si hay algo en este mundo parecido al caos absoluto eso es Catania al anochecer de un viernes. La maga Circe me obligó a tragarme entero metro a metro un laberinto de calles atascadas hasta encontrar la salida entre las heces del puerto. Naufragado en aquel mar con todas las esquinas bloqueadas por autobuses atravesados, en medio de un estruendo de bocinas, traté de serenarme e hice un ejercicio de respiración, según las enseñanzas de mi maestro de yoga, que además de un fino espiritualista es bombero de profesión y está acostumbrado a toda clase de catástrofes.

Durante la primera hora revisé mi mente, que aún estaba poseída por la visión de los ríos de lava de los volcanes entre pinos y abedules, y en ella aún quedaba un poco del sol azul de Taormina sobre el valle de las vacas prohibidas; luego bajé hacia el lado del corazón e imaginé que allí estaba la misma gruta donde Calipso vivía, era tal vez la misma fuente de Aretusa, protegida por un ameno bosquecillo de alisos, de chopos negros, de olorosos cipreses y álamos, donde anidaban aves de alas azules y cornejas marinas, pero el atasco de Catania ya duraba dos horas y por la ventanilla veía pasar bandas de jóvenes ruidosos entrando en las discotecas, de donde salían rayos de música canalla. El coche avanzaba hasta la próxima esquina y mi introspección llegaba entonces al estómago y a los intestinos, donde posiblemente aún navegaba el atún rojo que había comido en Strómboli. Frente a la gruta de Calipso había una parra de racimos dorados y varios riachuelos que alimentaban unos prados donde crecían violetas y apios, el lirio y el perejil. Llevaba ya cuatro horas en medio del caos de Catania y para consolarme pensaba que Ulises, después del naufragio frente a Taormina, fue feliz dedicándose a la pesca, cultivando el amor y las hortalizas en aquella isla de Ortigia que a mí me era imposible alcanzar. Los dioses son muy vengativos. A mí me condenaron toda una noche al caos de Catania y a Calipso le mandaron recado por medio de Hermes para que dejara volver a Ulises a su tierra. "¡Qué crueles sois, dioses, y hasta qué punto sois envidiosos, ya que os irritáis contra las diosas que duermen con un hombre si lo han hecho su amante!". Calipso obedeció la orden de Zeus. Ayudó a Ulises a construir una nave, cortó árboles, le proporcionó taladros, encajó las costillas, puso la cubierta, hizo un mástil ajustado con un penol de verga y también el remo de gobierno para mantener la derrota y esta labor la realizó con lágrimas en los ojos. Con un lienzo de su lecho Calipso hizo una vela y cuando el viento la hinchó Ulises remontó la corriente del río Alfeo sobre la mar y llegó al Peloponeso, camino de Ítaca. Cuando mi mente estaba a punto de estallar dentro de la vejiga en medio del caos de Catania, llegó la diosa Atenea de madrugada por el aire y me mostró el panel que indicaba la dirección de Siracusa.

Teatro griego de la ciudad siciliana de Taormina, junto al mar Jónico, desde el cual se ve el paisaje de la inmensa bahía.
Teatro griego de la ciudad siciliana de Taormina, junto al mar Jónico, desde el cual se ve el paisaje de la inmensa bahía.ROBERT EVERTS

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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