Por el ojo de una aguja
Hay autores que esculpen sus obras con la intención de que, desde cualquier ángulo y a distancias diferentes, ofrezcan la medida exacta del hombre. Es el caso del Calderón de La vida es sueño, de Shakespeare, de Beckett. Otros, como Anthony Shaffer en La huella o Rodolf Sirera en El veneno del teatro, pintan sus obras y las colocan sobre bastidores, confiando en que el espectador las mire de frente y con la perspectiva necesaria para que sus protagonistas parezcan de carne y hueso. Cito estas dos, del género negro, porque el juego de trampas y secretos, de verdades y mentiras que trenzan sus autores es similar al que plantea Jordi Galceran en El método Grönholm, comedia que se estrena en castellano este 13 de agosto, en las Jornadas de Teatro de Avilés, y que en septiembre entrará en el teatro Marquina de Madrid. El método Grönholm es un juguete dramático, pero escrito con intención más aguda que La huella, y con otro calado. Su autor se inspiró en un caso real, desvelado hace dos años por Nieves Goicoechea, periodista de la cadena SER que encontró en la basura más de 250 expedientes de candidatos rechazados durante una selección de puestos de trabajo para la cadena de supermercados Sánchez Romero, establecida en barrios madrileños de alto nivel de vida. ¿Por qué no fueron aceptados? Por ejemplo, según constaba en anotaciones manuscritas: "Por gitana y fea" o "por discapacitado psíquico. Tiene unos dientes delanteros muy grandes". Otros comentarios eran de este tenor: "No me gusta su cara; además es separada, con 26 años".
Galceran, que entonces tenía que escribir una obra para el teatre Nacional de Catalunya (éste encarga seis por año a otros tantos autores, y las produce: es una iniciativa similar a la de los teatros públicos alemanes), meditó sobre la asimetría de la relación entre entrevistador y entrevistado, y decidió llevarla a sus últimas consecuencias en una comedia que respeta escrupulosamente las tres unidades. La acción sucede en una sala de reuniones de Dekia, empresa sueca de muebles y de bricolage que anda buscando un malvado que parezca buena persona para ocupar un cargo directivo. Los cuatro únicos candidatos que han pasado con éxito la primera fase de la selección son convocados a una prueba grupal decisiva, en la que nada es lo que aparenta. Para empezar, nadie acude a entrevistarlos: reciben instrucciones por escrito a través de un dispositivo que recuerda al que Harold Pinter utiliza para tener en jaque a los protagonistas de El montacargas. Tampoco Galceran da tregua a los de su obra. Cada prueba a la que los somete es más comprometida que la anterior, y ninguna parece que evalúe sus aptitudes (todas están inspiradas en pruebas publicadas en manuales de selección de personal). No se debe desvelar la intriga, muy bien graduada y trenzada. El final, sorprendente, más que verosímil es cierto: es el que esperaba a los incautos que participaron en un popular concurso emitido por una televisión autonómica en los años ochenta. El premio nunca era para ellos, y nadie lo advirtió.
El método Grönholm se estrenó en catalán en la primavera de 2003, con Jordi Boixaderas, Lluís Soler, Roser Batalla y Jordi Díaz en escena, dirigidos por Sergi Belbel. La versión en castellano, dirigida por Tamzin Townsend, tiene como intérpretes a Carlos Hipólito, Cristina Marcos, Jorge Roelas y Jorge Bosch, que han de realizar una labor coral salpicada de solos. Sus papeles son material inflamable que el autor conduce directamente a la pira. El texto funciona como un buen truco de magia: cada palabra y cada pequeño suceso está colocado como una pista falsa, para distraernos de lo que se cuece en realidad. Cuando se relee, se ve la carpintería, como siempre en estas obras. Es la mejor de Galceran, al lado de Dakota, y por encima de Palabras encadenadas. También es muy superior a Top Dogs, de Urs Widmer, una sátira bastante superficial sobre cómo el capitalismo devora a sus hijos, estrenada en España hace cuatro temporadas.
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