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Columna
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La cartera

La verdad es que mi pobreza de espíritu se revela en circunstancias cada vez más insospechadas. En la asistencia a uno de esos encuentros donde obsequian al congresista, nada más registrarse, con toda clase de objetos de escritorio (cuadernos, bolígrafos, folletos, etc.), recibí recientemente una cartera. Era una cartera espléndida, llena de departamentos, una cartera de material muy fuerte, apropiada para trasegar todos los papeles que uno trasiega por la vida como un quijote oficinesco, uno de esos absurdos quijotes que siguen surcando las avenidas por más que nos adentremos en el mes de julio, y el sol disuelva los calendarios, y la prensa publique promisorios reportajes de verano.

Lo que no logré prever fue la reacción pública ante aquella decisión que consideré tan neutral como inocente. Comencé a surcar la vida en compañía de mi cartera, mi cartera de congreso, como bien delataba en la cubierta el logotipo de una institución y el lema congresual. Pero de pronto el universo elevó contra mí una sumaria e indiscriminada protesta: ¿Qué es lo que hacía llevando aquel engendro a mis espaldas, como una ridícula bandolera? ¿Hasta ese punto llegaba mi mal gusto? ¿No tenía acaso el dinero suficiente para comprarme una cartera? O todavía peor: ¿era tan tacaño que me sentía obligado a utilizar aquel engendro en vez de adquirir un buen cuero, que no llevara inscrito el nombre de un congreso en la cubierta?

Comprendí que la cartera, el objeto en cuestión, no se salvaba por sí mismo. No salvaba a mi cartera que fuera cómoda, ni que fuera consistente. No la salvaba que tuviera tantos departamentos ni que en ella pudiera alojar eficazmente todos mis papeles. Era, en opinión de mentes más juiciosas que la mía, una cartera "de propaganda", una de esas carteras que se llevan en congresos, jornadas y seminarios pero que nadie tiene el mal gusto de utilizar más tarde. Recibí irónicos adjetivos, pero que velaban otros más contundentes: definitivamente, o era un hortera, o un mendigo, o un tacaño. Sólo el mal gusto, la miseria o la avaricia podrían explicar que siguiera haciendo uso de aquel objeto indigno, del que todos se reían con sólo verlo a mis espaldas.

Ciertamente, yo quería defenderme. Argumentaba que había asistido en mi vida a muchos otros congresos, que siempre me habían dado bolsas, archivadores, blocs, bolígrafos y, entre otras muchas cosas, también carteras, pero que jamás me habían dado una cartera tan bonita como aquella. Y nada parecía suficiente para librarme de la ignominia de usarla a destiempo, esto es, cuando el congreso ya se había disuelto en ese limbo impreciso al que van a parar siempre todos los congresos.

No vivimos en la sociedad del ocio, pero sí en la de la opulencia. Se fabrican miles, millones de objetos utilizables que al final no se utilizan. A esos efectos, los famosos congresos, seminarios y jornadas son un auténtico dispendio. La gente uniformiza su material de trabajo durante dos o tres días, pero hay un pacto implícito para deshacerse de todo eso una vez el encuentro ha terminado. Me imagino que los vertederos alcanzan proporciones tan obscenas gracias a la cantidad de carteras en bandolera que se reparten en los congresos y que, cuando ya se han clausurado, la gente desecha sin aprensión, sin miramientos, sin vergüenza ninguna.

Yo no he cumplido la norma y parezco un botarate. Ahora cargo mi cartera y su insultante leyenda congresual con un inenarrable sentimiento de vergüenza. Sé que de nada vale que la cartera me parezca magnífica. La gente la mira como si fuera una extravagancia, y a mí como si fuera un perro verde. Quizás me resigne a deshacerme de ella: una cartera más de un congreso más, extraviada para siempre en un universo donde los congresos se reproducen a la misma velocidad que los ratones y donde se siguen distribuyendo miles, millones de carteras cada año.

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Tendré que gastarme una fortuna en una cartera de cuero. Será el precio necesario para que nadie se ría de mí. Y la cartera, mi querida cartera, deberá ir a la basura.

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