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Columna
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'Performers'

Me despierto. Poka hace estiramientos a mi lado. Es una perra que pesa un kilo. Los gatos se acercan marcando sus distancias. Salgo a la terraza y doy el desayuno a Tristán e Isolda, dos carpas naranjas. Miro mis flores una a una. Tomo café, una ducha, me visto. Recojo a Elsa y llegamos a las diez al Círculo de Bellas Artes, donde el artista Domingo Sánchez Blanco comienza A destajo. 500 performances en un día. A esas horas, el edificio está medio vacío y, en la Sala de Columnas, sólo nosotras dos asistimos a esos hechos teatrales que se confunden con conductas, como viene a explicar uno de los textos que lee Fernando Castro Flórez, que acompaña al artista y se cambia de pronto la camiseta por otra que pone Beckham. El texto pertenece a El sex appeal de lo inorgánico, de Mario Perniola, y después hay otros más, Cioran, Bataille, Beckett, Derrida, Tristan Tzara.

Elsa me dice que aquello parece una iglesia. Y, ciertamente, resultan extraños, casi patológicos, esa oscuridad, ese silencio en que nos hemos sumergido de mañana para escuchar textos sagrados y observar a Sánchez Blanco evolucionar sobre el escenario haciéndose unos zapatos de papel de periódico o afeitándose o dibujando calaveras con guantes blancos o rompiendo una foto a latigazos. Castro Flórez nos previene: "Iba siendo hora de sustituir la calidad por la cantidad, lo correcto por la chapuza, lo conceptual por la pura y lisa tontería. No tenemos miedo a la hora de reclamar un arte absolutamente idiota". Porque el artista se ha propuesto no parar en 12 horas, convertirse en "uno de los humanos más bulímicos", y hasta entrar en el Libro Guinness de los récords de la mano de un patinador imposible, hilarante, a punto siempre de romperse la crisma contra el mármol, cuya función es ir pasando un folio con un número que marca la pauta de esa insensatez. Allí los dejamos un par de horas después, especulando a destajo sobre la identidad y los estereotipos de esta sociedad inorgánica, sabiendo que "todos somos, consciente o inconscientemente, performers más o menos patéticos".

Y al regresar a casa a continuar mi particular performance (orgánica: los gatos, los peces, las plantas, la insoportable levedad del ser chihuahua) recordé a Rosario Miranda. Bautizada por azar Domingo, como el artista neo-freak, pero reautoasignada Rosario, Rosario Miranda. La había conocido el martes en la pantalla del cine Callao, donde se estrenaban varios cortometrajes de jóvenes cineastas canarios: entre otros, El plan, de Eduardo Martinón Sánchez, un ejercicio de pericia cinematográfica y herencia buñuelesca, o Miserere nobis, de Miguel Ángel Toledo Morera, fría e inquietante reflexión sobre la muerte y sobre el poder, letal, de la mirada y las palabras. Pero David Baute Gutiérrez me atrajo especialmente con su documental, Rosario Miranda, porque ya ninguna trama me fascina tanto como la de la vida misma, y porque su personaje era un imán, aunque no me convenciera el montaje, largo, de la pieza. Rosario Miranda nació Domingo en un pueblo de la isla de Tenerife y supo siempre que había venido al mundo a ser una mujer que llevara una casa junto a un hombre. La lleva con tres perros, por lo que sigue creyendo en el amor. Y viste al estilo de la Virgen de Candelaria o, bajo su sombrero campesino, para escardar el pasto de sus cabras, unas faldas que firmaría Gaultier: lonas de sombrilla de bareto, promoción Marlboro o 7UP. Rosario Miranda es una transexual nata, "primitiva" dijo alguien, heroína de su identidad, conquistadora de sí misma y de su entorno. Es otra freak, digamos una retro-freak, y su discurso es incontestable: la defensa de la libertad. Hay que ver a Rosario Miranda pasearse con sus puntillas y sus abalorios por aquellos riscos atlánticos, perfilando el autorretrato de su existencia con el arrojo y la creatividad de una Frida Khalo sin revolución cultural.

Para revolución, la suya. Por eso al salir de allí pensé en Zerolo, nuestro concejal canario y gay. Esa misma noche, la revista Shangay entregaba sus premios anuales, que reconocen la aportación mediática, artística o política al movimiento gay. Y yo me imaginé a Rosario Miranda, performer de sí misma donde las haya, en la manifestación del Orgullo del próximo 3 de julio, avanzando la Gran Vía en una carroza como quien culmina el sueño de una vida. Porque para orgullo, el suyo: irrevocable, como el arte a destajo de Domingo.

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