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Columna
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Chéjov

NO SÉ si por celebrarse este año el centenario de su muerte, pero últimamente se suceden las ediciones en castellano de las obras de Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904), cuya inicial fama póstuma universal se debió a su condición de autor dramático, aunque, luego, se ha ido imponiendo la del escritor de cuentos y novelas cortas, género en el que ha merecido ser considerado como uno de los mejores y más influyentes de la literatura contemporánea. En este sentido, tras publicarse tres grandes antologías en nuestro país sobre sus relatos breves con los sellos de Espasa, Lumen y Pre-Textos, acaba de aparecer no sólo una cuarta, preparada por Víctor Gallego, con el título de Cuentos (Alba), sino también, en esta misma editorial, el libro Leyendo a Chéjov, de Janet Malcolm, en el que esta autora, con el pretexto de una crónica de viaje a la Rusia actual en busca de los lugares evocativos del escritor ruso, hace una maravillosa síntesis de la personalidad, la vida y la obra de éste, tan prodigiosamente imbricadas.

Precedido por gigantes literarios de la categoría de Gógol, Tolstói, Turguénev y Dostoievski, gracias a cuya obra se desvelaron muchas de las torturadas sendas del hombre de nuestra época, no parecía que pudiera surgir otro escritor ruso que revelara nuevos aspectos del alma contemporánea y que lo hiciera con la límpida prosa de un estilo literario de lo más sencillo, quizá la mayor hazaña para un creador, que así nos presenta, con total naturalidad, los misterios más hondos y complejos de la existencia humana. Como cogidas directamente al vuelo de la experiencia vivida y, luego, recreadas con un tono sereno y nada infatuado, en una carta dirigida a su editor y amigo Suvorin, Chéjov definió la forma de narrar estas historias, declarando que "mi única tarea consiste en tener el talento suficiente para saber distinguir un testimonio importante de otro que no lo es, para presentar a mis personajes bajo una luz apropiada y hacer que hable con su propia voz".

En otra carta a este mismo corresponsal, Chéjov describió además, como nadie, la sustancia poética del cuento, que, según él, se basa en la captación de una imagen, porque "las imágenes vivas crean pensamientos, pero los pensamientos no crean imágenes...". En todo caso, y como no podía ser menos, la grandeza de Chéjov procede del talante moral de su penetrante mirada sobre la paradójica pequeña grandeza del ser humano, prodigiosamente descrita en la silenciosa reflexión ensimismada del libertino Gúrov, el protagonista de La dama del perrito, cuando contempla, junto a su joven amante, el amanecer de la ciudad de Yalta, que surge en medio de un paisaje natural anterior y posterior al destino de su emocionado observador circunstancial: "Sentado al lado de una mujer joven, que tan bella parecía a la luz del amanecer, con el ánimo anonadado por la visión de este fastuoso panorama -el mar, la montaña, las nubes, el anchuroso cielo-, Gúrov reflexionaba que en realidad, si se para uno a pensarlo, todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana".

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