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¡Bienvenidos a casa!

Hace 10 años, lamenté la ausencia del canciller alemán en las ceremonias de Normandía. Hoy no voy a negar mi satisfacción, tanto íntima como filosófica. Gracias a los soldados que desembarcaron el 6 de junio de 1944, mientras la red de la resistencia en la que actuaban mi madre y mis hermanas mayores caía en garras de Klaus Barbie, con detenciones, torturas, cuerpos destrozados que enviaban a los lugares que sabíamos, para no volver. Gracias a los estadounidenses, los ingleses, los canadienses, los australianos que me permitieron conservar un resto de familia, gracias a quienes hicieron posible que los franceses de hoy no se vean obligados a pensar como nazis ni como estalinistas, gracias a los que rompieron el Muro del Atlántico y nos ayudaron hasta la caída del Muro de Berlín. Sin el Día D no habría habido nueva Europa de los Seis, los Quince, los Veinticinco y más. Todavía me invade -privilegios de la edad- la alegría cósmica y extasiada que estallaba en mi mente de niño judío cada vez que los mayores pronunciaban la palabra "liberación".

Hubo que aguardar a mediados de los años setenta para que un presidente de la República Federal reconociera con claridad y sin ambigüedades que Alemania, al final de la II Guerra Mundial, no fue "invadida", sino "liberada". Para que se viera claramente la diferencia entre estas dos palabras murieron allegados y desconocidos, en Lyón, en la playa de Omaha, en Stalingrado. En estos tiempos se habla sin cesar de "legitimidad internacional". La única genuina es la que nació en las playas normandas. Si la ONU, pese a tener algo de leonera, no se parece del todo a la triste Sociedad de Naciones, es porque sus fundadores, en San Francisco, juraron que Japón y Alemania no serían conquistados ni colonizados, sino simplemente liberados del fascismo. De ahí surgieron dos principios que, como puntales silenciosos de la Carta de las Naciones Unidas, regulan sus inevitables ambigüedades y contradicciones: 1) el derecho de los pueblos a ser liberados, y 2) la autolimitación de los derechos del vencedor, que tiene prohibido conquistar pero introduce la democracia.

El derecho de los pueblos a ser liberados del despotismo -el derecho a tener un Día D- es más importante que el respeto habitual a las fronteras y el principio histórico de soberanía. De acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y dada la experiencia de los totalitarismos, el derecho esencial de los pueblos a disponer de sí mismos no debe garantizar ni implicar el derecho de los gobernantes a disponer de sus pueblos. El desembarco de Normandía es el fundamento de las recientes intervenciones en Kosovo, Afganistán e Irak, incluso sin el patrocinio del Consejo de Seguridad. Por un motivo decisivo: la legitimidad inaugural que presidió la constitución de la ONU tiene más autoridad que la jurisprudencia ordinaria de las instituciones surgidas de esa legitimidad fundadora. Más aún, ahora que se cumplen 10 años del genocidio de los tutsis en Ruanda, el recuerdo de los horribles fracasos sufridos por Naciones Unidas no se le escapa a nadie, en especial a Kofi Annan, que predica en vano sobre la necesidad urgente de una drástica reforma de la legislación y las instituciones internacionales.

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¿Estados Unidos puede seguir arrogándose el derecho de injerencia bautizado en la sangre derramada para liberar Europa? Sí. ¿A pesar de la ignominia de los actos cometidos recientemente en las prisiones iraquíes, moralmente insoportables, políticamente contraproducentes y estratégicamente absurdos, y cuya responsabilidad es enteramente suya? Sí. Porque, tanto para lo bueno como para lo malo, Estados Unidos sigue siendo una democracia. La más ejemplar de las democracias. La única -que yo sepa- que no ha censurado, en plena guerra, la publicación de los crímenes cometidos por sus soldados. La única en la que la prensa y la televisión desvelan en el plazo de unas semanas la amplitud de las exacciones e investigan con libertad los pormenores del desastre consumado. La única en la que las comisiones parlamentarias de investigación convocan a un presidente, ministros, generales y jefes de servicios secretos, para interrogarles sin reservas ni restricciones.

Les recuerdo que Francia, tan generosa a la hora de dar lecciones, no ha inculpado, juzgado ni condenado, en 40 años, a uno solo de los militares que llevaron a cabo torturas durante la guerra de Argelia. Hubo que esperar al año 2000 para que el Parlamento diera a los llamados "Sucesos" (1954-1961) el nombre oficial de "guerra". Sólo 50 años después del alto el fuego, en 1995, reconoció el presidente las responsabilidades de la República entre 1940 y 1945. Y hoy, 10 años después de lo sucedido, y a diferencia de Bélgica, la ONU o Washington, nuestro país -tanto la derecha como la izquierda- se obstina en negar toda excusa a los tutsis víctimas de genocidio. He aquí lo que nos eleva a los franceses a unas alturas morales inaccesibles para esos patanes de los yanquis, aquejados de una prensa insolente, un Senado preguntón y unos gobernantes obligados a abrir sus archivos para explicarse en tiempo real.

En otros lugares no hay más que escuchar: impera la omertà. Abril de 2004. Primer vídeo: torturas sistemáticas, ojos arrancados, miembros despedazados de presuntos combatientes, pirámide de cuerpos. Segundo vídeo: ejecución deliberada de una madre y sus cinco hijos (de 12 meses a siete años) a las afueras de Chatoi (Chechenia). Dos testimonios filmados por soldados rusos asqueados ante las hazañas de sus compañeros de armas. Sólo un periódico de Moscú, Novaia Gazeta, publica las fotos. Ninguna repercusión. Silencio en la radio, silencio en la televisión, silencio de la justicia, ni una palabra de la jerarquía militar o los dirigentes políticos, mutismo mundial. A Bush se le recibe con protestas, y a Putin como a un hermano.

Sin embargo, hoy en día, el ciudadano estadounidense es el único que se atreve a examinar, juzgar y condenar de forma inmediata los delitos perpetrados en su nombre. Estados Unidos no está poblado por ángeles, pero sigue siendo la primera patria de los derechos humanos porque dedica más medios que cualquier otro país a descubrir y, por tanto, detener su violación. Y los derechos humanos miden nuestra capacidad de resistirnos a lo inhumano, tanto al mal que tenemos enfrente como al diablo que llevamos dentro.

André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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