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'Rigor mortis'

Francisco J. Laporta

Si nos proponemos acometer la reforma de la Constitución durante esta legislatura, es necesario iniciar cuanto antes un debate público no solamente sobre los extremos que vayan a ser objeto de tal reforma, sino también sobre los textos alternativos que pudieran proponerse y sobre los procedimientos más idóneos para hacerlo. A propósito de estos últimos, quisiera sugerir una idea que no he visto contemplada en las discusiones y que, sin embargo, estimo de gran interés para la economía del proceso de reforma constitucional. Tiene que ver con la conocida rigidez de uno de los dos procedimientos que contempla el texto constitucional. Como es sabido, el título X de la Constitución, el dedicado precisamente a su reforma, incluye un artículo 168 que impone para ciertas revisiones unos requisitos largos y complicados. Tan largos y complicados que han sido numerosos los críticos y estudiosos que han afirmado que se trata de un precepto inútil y contraproducente destinado a no ser empleado nunca. Parece, sin embargo, que necesita serlo si se aceptan algunas de las reformas que ha incluido el nuevo Gobierno en la agenda política y que han sido anunciadas también por el presidente del Congreso el día de la solemne sesión de apertura.

El artículo 168 se refiere literalmente a una "revisión total de la Constitución" o a una revisión parcial que afecte al título preliminar, al título primero en lo que atañe a los derechos fundamentales y las libertades públicas, y al título segundo, que trata de la Corona. Para tales revisiones exige un procedimiento realmente intrincado: a) aprobación de la reforma por mayoría de dos tercios de cada una de las Cámaras; b) disolución de las Cortes y convocatoria de elecciones generales; c) aprobación del nuevo texto por mayoría de dos tercios de cada una de las dos nuevas Cámaras, y d) referéndum de ratificación. Como puede fácilmente imaginarse, semejante itinerario político-jurídico es difícil de recorrer. Y extremadamente tardo y costoso de poner en práctica. Resulta, además, si se piensa un poco en ello, de una cautela y estrechez claramente innecesarias.

Quizá si recordamos un poco la elaboración de la Constitución, podemos explicarnos mejor semejante acumulación de obstáculos. La idea partió de la derecha. Fue Alianza Popular la que apostó por tanta rigidez. Y la aplicación a esos tres títulos de un cerrojazo tan estricto no es casual. Se corresponde con casi todos los fantasmas subconscientes que flotaban sobre el proceso de la transición. En el título preliminar se pretendía blindar la tan traída y llevada "indisoluble unidad de la Nación española" sobre la base de que una proclamación tan ridícula y pomposa daría satisfacción a los militares. La izquierda lo aceptó porque podría acallar algún ruido de sables que se advertía esporádicamente. No olvidemos que la mención de la palabra "nacionalidades" en ese mismo texto hubo de despertar todo género de malestares. Y precisamente ésa fue una de las cosas que se pretextaron en el intento golpista de Tejero. Por lo que a los derechos y libertades respecta, se había salido de 40 años de poder arbitrario y sistemática ignorancia gubernativa de los más elementales derechos ciudadanos. Seguramente por esto la izquierda tiñó todo el texto constitucional de una clara impronta garantista, y aprovechó esa idea para blindar aún más los derechos que ya se protegían en el recurso de amparo mediante el procedimiento rígido de reforma. Por último, en lo que al principio monárquico y la institución de la Corona toca, no hace falta sino recordar algunas reticencias más o menos formalistas que se exhibieron a lo largo de la transición y, por qué no decirlo, aquella cierta desconfianza de no pocos ciudadanos ante una Monarquía que se veía como avalada y prefigurada de algún modo por el dictador. También estos peligros se quisieron conjurar con la rigidez constitucional.

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Pero lo cierto es que nada de esto tiene sentido ya. Hoy, la Corona tiene una aceptación social superior a la de cualquier otra institución, incluida la Iglesia católica, y nadie desconfía de su clara apuesta constitucional. Las Fuerzas Armadas están perfectamente subordinadas al poder civil y tienen una definida impronta profesional. Y los derechos fundamentales están plenamente garantizados no sólo por una jurisprudencia constitucional minuciosa, sino también por un talante generalizado en el estamento de los juristas y una conciencia muy viva en la propia ciudadanía. Hoy, por tanto, sobran todas esas rigideces. Tanto más cuanto que no nos procuran más que problemas. Porque, en efecto, los que fueron entonces concebidos como mecanismos de blindaje se han tornado hoy preceptos solidificados incapaces de adaptación alguna. Su artificial dureza no denota ya más que falta de flexibilidad, y su rigidez se asemeja cada vez más a una suerte de rigor mortis que determina que cualquier intento de ajuste del texto a la realidad resulte en una auténtica quiebra de la Constitución. Como se ha dicho tantas veces, las Constituciones con preceptos rígidos o intangibles sobreviven mal porque sólo pueden ser aclimatadas a su tiempo rompiéndolas explícitamente o ignorándolas por la tácita. Y en nuestro caso, nos encontramos además con la estúpida paradoja de que no sólo no pretendemos quebrarla ni ignorar su texto, sino precisamente mejorarlo y vivificarlo, y no podemos hacerlo por obra y gracia de esa textura tan rígida que se pretendió para ella en un momento incierto de nuestra historia.

¿Cómo se pueden evitar todos estos inconvenientes? Me parece que la salida es sencilla. Utilícese alguno de los procedimientos del artículo 167 para derogar o retocar el artículo 168. Un amplio acuerdo en las Cortes Generales podría llevarlo a cabo en pocos meses, y abriría con ello un espacio tanto jurídico como simbólico para que el escenario de las reformas de los puntos constitucionales controvertidos pudiera presentarse sin esas intransigencias y dogmatismos a que ha dado lugar la rigidez de los textos, por un lado, y la obcecación política, por otro. Suprimir o limitar ese artículo (limitarlo, por ejemplo, a la revisión total de la Constitución) sería así ofrecer un horizonte de posibilidades que no sólo permitiría mejorar la regulación de la Corona o los derechos fundamentales, sino que podría operar también como una muestra de amplitud y buena voluntad en relación con aquellos que como consecuencia de la cerrazón del texto, las terquedades de unos y las obstinaciones de otros, han acabado por ver la Constitución como un trágala que había que comerse tanto si venía a cuento como si no, en las discusiones sobre los estatutos y sus competencias o en las pancartas y manifestaciones contra la violencia, cualquiera que fuera su origen.

Aunque esta idea haya de ser discutida y perfilada, creo poder mantener que no es ni un fraude al texto constitucional ni una argucia de rábula. El artículo 168 de la Constitución es una disposición excepcional y debe ser interpretada restrictivamente. Si no se menciona a sí misma como objeto de una posible revisión parcial por el procedimiento rígido, ello significa literalmente que no tiene vocación de aplicarse a sí misma. Para reformarla puede, pues, utilizarse el artículo 167, que sería concebido así como el procedimiento básico de reforma de preceptos constitucionales. Estoy persuadido, además, que de esta forma no sólo daríamos un paso hacia la solución de nuestros actuales problemas, sino que le haríamos un favor no pequeño a la Constitución misma, que recuperaría una adaptabilidad necesaria para hacer frente a un mundo cambiante.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.

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