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Columna
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Reconciliación

Estaban actuando. Esos elogios, esos besos y esas miradas eran sólo teatro. En esta creencia militan muchos de los que vieron y escucharon a Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón el domingo pasado en la Casa de Correos. Allí, durante el acto oficial del Dos de Mayo, escenificaron en tono emotivo su reconciliación. Es verdad que unos días antes el presidente del PP en Madrid, Pío García Escudero, les había pedido a ambos que pusieran todo el empeño en limar sus diferencias o al menos no dieran el cante ante el personal aireando rencillas y evidenciando el desmadre que tanto desprestigia a los partidos. En las puertas de unas elecciones europeas que un alcalde y una presidenta del mismo grupo anden a la gresca es munición de grueso calibre para la competencia.

Resulta igualmente cierto que don Alberto y doña Esperanza son como el aceite y el agua, y que cuando la señora Aguirre ensalza la "inteligencia, la sagacidad y el estilo característicos de Gallardón", puede estar expresándolo con la misma admiración que el general Montgomery sentía por el mariscal Rommel mientras le combatía en las dunas del Alamein. Así pues, y conociendo a los personajes, sería perfectamente creíble que los amores públicamente declarados fueran tan sólo una representación para la galería. Tengo, sin embargo, la impresión de que esta vez pudiera haber algo más que ficción en lo acontecido el domingo pasado en la Puerta del Sol. Y lo creo desde el convencimiento de que ni la presidenta regional ni el alcalde de Madrid son estúpidos y que en las actuales circunstancias sería del genero tonto desperdiciar las posibilidades que para ambos ofrece el tornar en cañas lo que hasta ahora fueron lanzas. Para empezar, sus respectivas cotidianeidades resultaban ya bastante ingratas. Estar día y noche con la escopeta cargada y atento a las baterías contrarias agota al más templado. Ambas administraciones han sufrido en sus carnes las consecuencias del fuego cruzado en distintos episodios y son conscientes del daño que pueden hacerse. En cambio, una pequeña cesión en el poder del Metro por parte del gobierno municipal fue capaz de predisponer al ejecutivo autonómico para allanar el terreno a la reforma de la M-30, su proyecto estrella. Pero las ventajas del maridaje, lejos de circunscribirse al ámbito de gestión, podrían abrir grandes expectativas en el político. El primer ejemplo es el PP de Madrid, organización pendiente de fijar rumbo y cuyo timón podrían tomar con firmeza si ambos líderes acordaran el navegar en la misma dirección. En cuanto al tablero nacional, ninguno de los dos ocupa ahora una posición que les permita influir de forma determinante en su grupo. Todo el poder del partido está manejado por esa tupida red que durante tantos años tejió desde Moncloa el antes oculto y ahora aflorado Carlos Aragoneses. Esa red representa el lado más oscuro del partido, el PP atrincherado que perdió el contacto con la ciudadanía, el que fue derrotado en las elecciones y se desmorona patéticamente retrasando la inexorable y necesaria regeneración interna. Basta con mirar cómo han dejado Valencia. Alberto Ruiz-Gallardon y Esperanza Aguirre encarnan por el contrario al PP ganador y son, con mucha diferencia, los dos dirigentes de esa formación con mayor poder ejecutivo y proyección pública de toda España. De actuar juntos, nadie en ese partido les plantaría cara. Es verdad que en las maneras nada tienen que ver; él se maneja como nadie en los discursos y ella, en el trato directo. Él se refugia en los gestos graves, ella en la sonrisa. Son diferencias formales no ideológicas, ambos son conservadores y los dos saben que es mejor mostrarse de centro que de derechas. Cada uno es pijo a su modo. El domingo pasado, tanto la presidenta regional como el alcalde presentaron su relación como la de dos amigos del alma. Hasta hace unos días, esa definición podría, en el mejor de los casos, responder a los deseos, nunca desde luego a la realidad. Nada les impide abrir un tiempo nuevo y fructífero. Siempre pensé que de las inquinas pueden nacer los mejores afectos y, en el peor de los casos, tampoco es necesario que se amen locamente. Además, no todos los matrimonios de conveniencia son un fracaso; en algunos, los cónyuges acaban encariñándose y la relación funciona. Así que nunca es tarde si la dicha es buena.

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