Un pequeño gorrión
John Berger dijo una vez que el español tiende a ver la naturaleza como algo cruel. Al contrario que los italianos o los franceses, los españoles raras veces habríamos sabido dar órdenes a la naturaleza o tomar lo que ésta nos daba. De ahí que nuestra cultura haya sido durante siglos una cultura grave, dominada por una visión fatalista y desesperanzada del hombre, donde los libros y la lectura han sido vistos como causa de desvarío antes que de gozo o conocimiento. Basta con recordar que uno de los mitos de nuestras letras es don Quijote, que es alguien que se vuelve loco precisamente por leer. Claro que Cervantes, al escribir su libro, no habría querido sino denunciar esa actitud, y por eso, su personaje nunca se cansará de pedir. Pide a los sucios venteros que sean corteses anfitriones, a las pobres criadas que sean misteriosas y dulces, a los campos áridos y pelados de La Mancha que regresen al tiempo de la Edad de Oro, y a una bacinilla de barbero que se transforme en un yelmo de oro. Es decir, pide a las cosas que se muestren no sólo como aparecen y son, sino también como aquello en lo que tendrían que convertirse para conformarse a la ley de su ser. En cierta forma, don Quijote se parece a Orfeo, que, gracias a su canto, logra que los ríos se detengan, las ramas se inclinen a su paso y los animales se olviden de pastar. Orfeo será despedazado por las bacantes, y el mito nos cuenta cómo su cabeza sigue cantando mientras es arrastrada por las aguas.
Ni don Quijote ni Orfeo dejan de pedir, pues ellos aman la vida de una forma tan profunda y absorbente que no pueden sino rebelarse contra lo incompleto de su propia experiencia. Don Quijote quiere convertir el mundo en un hermoso libro lleno de invenciones y aventuras, y Orfeo, inventar con su canto un lenguaje nuevo que lo vuelva habitable. Pero, bien mirado, el lector hace eso mismo cuando lee. Realiza ese acto supremo de pedir que es la lectura, llevado por la nostalgia de una imposible totalidad. Lee para negar que sea cierto que la vida no tenga sentido, y porque no quiere que en el mundo dejen de existir cosas como la bondad, el amor y el perdón.
Y en esto no son diferentes a los niños. Tampoco ellos se cansan de pedir. Ven un espejo y le piden que sea la puerta que les conduzca a otro mundo, ven a un vagabundo y quieren recibir de él el plano de una isla perdida, un pájaro entra por su ventana y le piden noticias del jardín donde los pájaros hablan, los árboles cantan y el agua es de oro, van al mercado y se detienen ante las cabecitas de los corderos sacrificados como si éstos fueran a susurrarles su triste historia. O mejor dicho, no es que anden buscando cosas, sino que se las encuentran sin darse cuenta. Porque no se trata de esperar que los libros nos entreguen verdades decisivas sobre la vida, sino de leerlos sin saber lo que pretendemos al hacerlo, si es que pretendemos algo. Por eso los buenos libros no sirven para nada concreto. No nos ayudan a comprender el mundo, no nos hacen más sabios; nos sumen en ese estado tan cervantino de la perplejidad. O dicho con palabras de C. S. Lewis, la poesía no está hecha para ser usada, sino para recibirla. Por eso es tan difícil contestar a esa pregunta que tanto tortura a todos los adultos y educadores, acerca de lo que pueden hacer para que los niños lean más. No hay fórmulas, no hay guías posibles. A los libros se llega como a las islas mágicas de los cuentos, no porque alguien nos lleve de la mano, sino simplemente porque nos salen al paso. Eso es leer, llegar inesperadamente a un lugar nuevo. Un lugar que, como una isla perdida, no sabíamos que pudiera existir, y en el que tampoco podemos prever lo que nos aguarda. Un lugar en el que debemos entrar en silencio, con los ojos muy abiertos, como suelen hacer los niños cuando se adentran en una casa abandonada. Pero ¿por qué querría entrar un niño en un casa abandonada sino por placer? Los niños, ha escrito Isaac Bashevis Singer, no soportan que se les cuenten cosas aburridas, detestan el principio de autoridad, y son maravillosos detectores de esos delicados mecanismos que rigen nuestras más locas pasiones. Creen en cosas increíbles y maravillosas, como la familia, los demonios y los ángeles, en el poder de los números y de las palabras, y en la posibilidad de entender la lengua de los animales.
La pregunta es por qué los adultos ponemos tanto empeño en contarles cosas tan disparatadas. Supongo que por la misma razón que, después de preocuparnos de que coman lentejas o un buen filete, es decir, de que estén bien alimentados, les preparamos los más delicados dulces.
Antes he hablado de placer, y esta palabra, antes que con la satisfacción de una necesidad tiene que ver con la pervivencia del paraíso en la Tierra. Eso nos dicen los cuentos, que el paraíso existe, aunque no esté claro cómo se puede llegar a él. Tal vez sólo por un golpe de suerte. Pero hay que perseguir esa suerte, y eso es lo que los padres quieren decirle al niño cuando se los cuentan por la noche. Por eso gran parte de la mejor literatura infantil ha surgido siempre del amor hacia un niño concreto. Los adultos saben lo terrible que es la vida y que harían un flaco servicio a sus hijos si les ocultaran esa verdad, pero también que el mundo es un lugar extraño donde suceden cosas tan sorprendentes y maravillosas como que ellos estén allí. Y entonces querrán que el mundo esté a la altura de ese prodigio que es el nacimiento y la vida de sus hijos pequeños. Por eso les hablan de dragones, hadas, elfos de la luz y ninfas de las fuentes, de enanos que trabajan en el interior de la tierra y de ogros cuyo reino sangriento es la más insondable oscuridad. Ver donde antes no se veía, hacer visible lo que no puede existir, ésa es la misión de la literatura. El arte de contar no es distinto al arte de llevarse un dedo a los labios y pedir un poco de paciencia a quien nos escucha. "Ahora tienes que prestar atención", es eso lo que la madre le dice a su hijo cuando sentada en su cama le empieza a contar una historia. Y bien mirado, lo que enseguida pasa a narrarle no tiene tanta importancia como el hecho de ser ella quien lo hace. Como la esposa del Cantar de los Cantares, ella cuenta su historia sólo para demorarse en la contemplación del que ama. Para eso se han inventado todos los cuentos que existen, para poder contemplar mientras los contamos el rostro de quien nos escucha.
Hace sólo unos días, de regreso a mi ciudad, coincidí en el tren con una ruidosa familia. Reconozco que la miré aterrado. "Adiós tranquilidad", me dije, mientras me sentaba a su lado con mi libro bajo el brazo. La familia estaba compuesta por la madre, una hermana de la madre, tres niñas, dos de ellas adolescentes, y el niño pequeño, de unos tres años de edad. Y, en efecto, tan pronto el tren se puso en marcha, comenzó el barullo. Sólo que no resultó tan gravecomo había temido, pues era uno de esos grupos humanos que irradian esa cosa tan inaprensible a la que llamamos felicidad. De vez en cuando me detenía y les observaba con el rabillo del ojo. No paraban de reírse ni de contarse cosas, mientras se ocupaban del niño pequeño. Parecían haber atrapado un duende, y se le pasaban de una a la otra, no sabiendo muy bien lo que tenían que hacer con él, que es algo que suele pasar con los duendes. Entonces, la niña pequeña anunció al resto una adivinanza: "¿Qué es aquello que si se nombra desaparece?". Nadie supo contestar y la niña, con una sonrisa maliciosa, dio enseguida su respuesta: "El silencio".
He pensado en esta escena porque me parece que con los libros pasa algo así. Como el silencio de la adivinanza de aquella niña, a menudo tengo la impresión de que desaparecen cuando hablamos de ellos. Además, ¿por qué hacerlo, sobre todo de esta manera absurda, sin descanso, como si todos nos hubiésemos puesto de acuerdo en que es ese nuestro deber más urgente? ¿Hablan los amantes de lo que hacen cuando están a solas? Pues yo creo que el lector debería imitarles en lo que toca a los libros con los que anda. Es importante que las ciudades tengan bibliotecas y librerías donde puedan acudir a su encuentro, pero el instante de la lectura pertenece sólo a su intimidad. Ni siquiera los escritores deberían hablar de sus propios libros, salvo lo imprescindible, pues éstos no les pertenecen. No, al menos, cuando ya están impresos y han abandonado las mesas de sus despachos. Entonces sólo en el silencio de la lectura esos libros contarán lo que son. El lector, como el gorrión del célebre poema de Emily Dickinson, no necesita ponerse corona para leer, ni proclamarse ante el mundo como un buscador del oro del prestigio o del conocimiento, sólo abrir el libro y mover un poco su cola y sus alas sobre sus páginas. Un pequeño gorrión preparando en las dulces entrelazadas ramas de ese libro que es el mundo un lugar donde pasar la noche, eso es el verdadero lector. Lo demás es silencio.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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