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De 1982 a 2004

En las próximas horas, y por segunda vez a lo largo del último cuarto de siglo, el Partido Socialista Obrero Español va a hacerse cargo de la gobernación de España. Estamos a punto de vivir, pues, un escenario semejante a aquel del 2 de diciembre de 1982 cuando, recién investido presidente, Felipe González formó su primer Gabinete, el primer Ejecutivo exclusivamente socialista en la historia del país y en la de su partido, ya por entonces centenario. Ahora bien, ¿hasta qué punto son semejantes ambas situaciones? ¿Qué hay de común y qué de distinto entre el lejano otoño de 1982 y esta primavera de 2004?

Desgraciadamente, los dos momentos de alternancia política discurren bajo el signo de la inquietud, de la amenaza. Hace dos décadas, era la amenaza del golpismo ultraderechista, la alargada sombra del 23-F de 1981, cuyas secuelas judiciales y cuyos coletazos conspirativos habían llegado hasta las mismas vísperas electorales de octubre de 1982. Hoy, es la amenaza del terrorismo islamista globalizado, de esa siniestra mezcla de modernidad y medievalismo que irrumpió brutalmente en nuestras vidas el pasado 11 de marzo y que lo hizo -me temo- para quedarse. El primer Gobierno de González y en particular su ministro Narcís Serra supieron desactivar con inteligencia y acierto el inveterado pretorianismo de los militares españoles. A Rodríguez Zapatero y su equipo les tocará lidiar con un reto mucho más difícil, con un enemigo inaprensible y planetario.

Por lo demás, tanto las circunstancias políticas como la aritmética parlamentaria de la actual legislatura están muy lejos de aquellas que arroparon el mítico "cambio" de 1982. Entonces, la victoria socialista tuvo una gestación lenta -tanto, como el proceso autodestructivo de la Unión de Centro Democrático- y llegó al modo de una marea anunciada e imparable. Fue una inundación de votos (48,11%) y escaños (202) que no ha sido ni es deseable que sea igualada y que situó a los ganadores -tal vez sería más exacto escribir a los ungidos- un poco por encima del bien y del mal, ubicación ésta de la que luego iban a derivarse no pocos excesos y errores.

Muy al contrario, el triunfo del 14-M ha sido, igual para el PSOE que para la opinión pública en general, una sorpresa mayúscula, el fruto de un vuelco de ultimísima hora que desbarató todos los pronósticos. En consecuencia, su traducción cuantitativa (42,6 % y 164 diputados) queda lejos de la apoteosis felipista, de la inmunidad que ésta confirió, y esperemos que también de aquellas embriagueces de poder.

Menos arrolladora en su propio empuje, la segunda llegada de un socialista a La Moncloa se diferencia también de la primera en lo tocante al estado de la oposición conservadora. Sumida la derecha española en el cainismo y la perplejidad táctica durante largos años, Felipe tuvo bien poco que temer de ella por lo menos hasta 1990; Rodríguez Zapatero, en cambio, no va a disfrutar siquiera de un día de tregua, no ya por parte de los 148 diputados del PP en el Congreso, sino también de los numerosos gobiernos autónomos y municipales que este partido controla, y a los que Rajoy se ha apresurado a azuzar a la tarea opositora.

Pero, a fuer de modesto e inesperado, el reciente éxito del PSOE ha tenido en la psicología colectiva un impacto tal vez mayor que el de 1982. Entonces la alternancia se veía venir, y las grandes promesas asociadas a ella (los 800.000 puestos de trabajo, el referéndum sobre la OTAN...) salieron de arriba, de la propia cúpula socialista: estaban bajo control. Esta vez, el golpe de efecto del 14 de marzo ha suscitado una eclosión espontánea de expectativas, de anhelos, de reivindicaciones desde abajo, y en las cinco semanas transcurridas hemos visto depositar sobre el inminente Gobierno de Rodríguez Zapatero toda suerte de esperanzas o demandas, no sólo políticas: que acepte el nuevo Estatuto tal como salga del Parlamento catalán, por supuesto; que derogue el Plan Hidrológico Nacional y la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza, claro; que saque ya las tropas de Irak y devuelva los papeles de Salamanca; pero también que regule la prostitución, y que legalice la venta de marihuana con fines terapéuticos, y que permita la investigación con células madre, y... El caudal de confianza que ello supone es formidable, sí, aunque de gestión muy compleja.

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Tal gestión tendrá mucho que ver con la naturaleza y la calidad del liderazgo que el nuevo presidente ejerza en el Gobierno, en el partido y, por extensión, ante el país. Tampoco aquí hay paralelismos que valgan, porque la autoridad acumulada por Felipe Isidoro González desde Suresnes hasta 1982 resulta irrepetible, y porque no es lo mismo ser investido con más de 200 votos propios que serlo gracias al apoyo de diputados autodeterministas e incluso independentistas. En todo caso, esto último sería indicio de una reconfortante falta de complejos..., que va a verse pronto sometida a dura prueba. ¿Escuchará Rodríguez Zapatero los cantos de sirena del Partido Popular, que ya ha ofrecido su ayuda para "frenar a los nacionalistas"? ¿Se atreverá, contra el chantaje moral de la derecha, a reformar, a desideologizar el Pacto Antiterrorista? ¿Cuál será su actitud ante el proceso de reforma estatutaria en Cataluña?

En último término, dichas incógnitas nos remiten a una cuestión mayor, que antes del 11-M el PSOE no esclareció porque no contaba con ganar, y que después ha quedado eclipsada por la tragedia: ¿qué concepto, qué idea de España va a patrocinar el próximo Gobierno socialista? Es, de nuevo, la disyuntiva entre las tópicas dos almas del PSOE, la jacobina y la girondina. Sólo que ahora, por primera vez, ambas almas estarán en el poder; y ninguna de ellas, ni en Madrid ni en Barcelona, tiene mayoría absoluta.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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