Con plomo en las entrañas
Cuando se consiente vivir demasiado tiempo en el delirio el despertar es una pesadilla. El sonido de las explosiones y de los timbres de teléfonos en la mañana de marzo nos han despertado a la pesadilla inconcebible de un crimen de una escala para la que no existe comparación en los últimos sesenta años de la historia de Europa, pero yo no estoy seguro de que la crueldad de este golpe sea suficiente para abrir tantos ojos y tantas conciencias empeñadas en no ver la realidad y en seguir alimentando esa confusión espectral de delirios colectivos en la que se ha convertido la vida pública española. Qué miedo da ese teléfono que suena a deshoras, que irrumpe en el sueño y en la oscuridad o salta como un disparo en la claridad todavía muy pálida del amanecer. Pero más miedo que los teléfonos dan ciertas palabras y ciertos silencios, porque las palabras matan con la misma eficacia que los disparos y hay silencios tan preñados de infamia como las peores injurias.
Lo que acaba de ocurrir en Madrid no habría sido posible sin muchos años de palabras envenenadas y de silencios criminales, de delirios colectivos que se han superpuesto a la realidad y a la razón con tanta eficacia como para convertir en apestados a quienes no los comparten. Cuántos años de adoctrinamiento, de veneno ideológico, de putrefacción moral, hacen falta para que unos cuantos individuos nacidos en un país democrático y con alto nivel de vida se vean a sí mismos como miembros heroicos de una patria oprimida, y puedan con toda frialdad planear y ejecutar el asesinato de cientos de personas a las que no han visto nunca, pero a las que consideran de antemano culpables, ni siquiera humanas, merecedoras de morir destrozadas en el tren en el que acudían una mañana cualquiera a su trabajo o a su lugar de estudio. Cuántas veces se les ha enseñado en las escuelas, en los periódicos, en la televisión, a despreciar y odiar ese lugar siniestro al que llaman "Madrid", pronunciando la palabra con la adecuada entonación de sarcasmo y desdén, porque en ese Madrid habitan los que no son como ellos, los que son inferiores, los que están al otro lado de la divisoria feroz entre el nosotros y lo nuestro y la niebla de todo lo que es ajeno y enemigo. Se ha construido fríamente el delirio, se ha alimentado en los libros de texto, en los mapas, hasta en los púlpitos de las iglesias. Se ha celebrado públicamente a los asesinos y se ha infamado a las víctimas. Se han dedicado calles a los verdugos, se les ha canonizado como encarnaciones de Cristo o de Che Guevara o de los dos al mismo tiempo: y mientras tanto a sus víctimas se las ha condenado a la exclusión, se les ha negado con saña hasta el consuelo de funerales religiosos, se las ha forzado a cruzarse por la calle con los mismos que destrozaron sus vidas. A los que se empeñaban en denunciar el escándalo de la persecución y la amenaza diaria en el País Vasco se les ha acusado de aguafiestas, y progresivamente se les ha querido arrinconar en la sospecha, cuando no en la directa culpabilidad: culpables de extremismo, de oportunismo, de complicidad con la derecha, hasta de beneficiarios del dinero turbio del poder. Las madres, que en cualquier sociedad normal procuran inducir la templanza en sus hijos, en esa tierra han azuzado con frecuencia a los suyos. Los adultos, en vez de alentar la racionalidad en los más jovenes, los han intoxicado de odio. Y muchos de los que no han dicho nada, de los que no han hecho nada, han preferido callar, por comodidad o por cinismo, por dejarse llevar, por simple frialdad de corazón. Si no participan en el delirio, se han instalado confortablemente en él. No corren peligro, tienen las manos limpias y la conciencia tranquila. Nadie les va a acusar de hacerle el juego a la derecha.
Porque ese es otro de los delirios que han vuelto tan turbia la vida española: la perversión según la cual es progresista el nacionalismo étnico y tribal y reaccionaria la defensa de la Constitución y de las libertades civiles, del mismo modo que parecen y se presentan a sí mismos como más de izquierdas los que impúdicamente aspiran a romper la solidaridad común para quedarse los beneficios íntegros de sus privilegios. Con argumentos de superioridad racial en unos lugares, de sofisticación cultural y política en otros, se ha ido creando un enemigo común que es ese estado central que representa y personifica Madrid. Madrid es el espantajo al que se le puede atribuir la responsabilidad de cualquier oprobio: del cautiverio de los vascos o de los infortunios de los catalanes, del atraso de Andalucía, de la postergación de Canarias, de la marea negra del Prestige o la pobreza de Galicia, de todo aquello que desbarató la felicidad original de cualquiera de las comunidades ancestrales que en los últimos veinticinco años se han ido creando en España. La palabra Madrid la he oído pronunciar con odio en San Sebastián y con cultivado desdén en Barcelona. Parecería que en Madrid sólo viven opresores, explotadores, policías, gente burda y racista cuya única obsesión en los últimos dos siglos ha sido la de conspirar contra la libertad y el progreso de los nobles pueblos periféricos.
Es un delirio conveniente: le permite a uno disfrutar de las ventajas de una perfecta inocencia, y de un enemigo lo bastante vago y a la vez lo bastante preciso como para atribuirle la culpa de todas nuestras desgracias.
Al fin y al cabo, en Madrid está la sede del Gobierno central, contra el que cualquier insulto es legítimo, y al que se presenta no ya como un Gobierno de derecha, que lo es, sino como una prolongación de la dictadura franquista. Leyendo los periódicos, escuchando a algunos locutores de radio, a algunos artistas o literatos que se han erigido en adalides de una presunta rebeldía popular, se diría que este Gobierno no llegó al poder después de unas elecciones libres, sino en virtud de un golpe de Estado. Se ha dicho y se ha escrito que el partido que ahora gobierna es idéntico a los terroristas en su extremismo o en su inmovilismo, que es el de los mismos que asesinaron a García Lorca y de los que cantaban el Cara al Sol. Se ha dicho, se ha escrito, se ha repetido cualquier cosa, mezclando la verdad con la mentira, los motivos justos de discordia y de rechazo con las acusaciones más insensatas: el resultado ha sido una ruptura de los elementos más primordiales de la concordia civil, una deslegitimación del Estado que no mina a este Gobierno, sino al edificio mismo de la democracia. Y en esa confusión resulta que un botarate que ha infamado la representación popular que ostentaba para chalanear no se sabe qué con los cabecillas de los asesinos aparece como un campeón de la tolerancia y el diálogo, y ve aumentar plebiscitariamente los votos de su partido, mientras que a los defensores de la legalidad se les presenta como a peligrosos extremistas; y a un hombre recto y valeroso como Fernando Savater se le calumnia y se le impide hablar en una Universidad, mientras que a cínicos que vivieron confortablemente en el franquismo los envuelve un prestigio de rebeldía; y una mujer socialista que ha visto asesinado a su hermano en el País Vasco viaja a Madrid para presentar un libro sobre el coraje y el dolor de su familia sin que ni un solo cargo público de su partido haga acto de presencia; y lo más selecto de los directores de cine del país rueda una película sobre las más de treinta variedades del oprobio que nos azota en estos tiempos y ninguna de ellas tiene que ver con el terrorismo; y se denuncia la falta de libertad de expresión y la manipulación de las televisión pública sin mencionar si quiera a quienes en el norte han perdido la vida y a los que se la siguen jugando por decir en voz alta lo que piensan, ni encontrar censurable la manipulación de esas televisiones oficiales cuya principal tarea es la de propagar las formas más extremas del delirio nacionalista. Vi muy de cerca, un septiembre de hace casi tres años, cómo otra ciudad muy querida para mí era golpeada por el terror: pero allí no hubo nadie que no se volcara de corazón en el auxilio y en el consuelo de las víctimas, nadie que tuviera la desvergüenza ni la inhumanidad de justificar a los asesinos o de instalarse en una equidistancia que volviera más o menos iguales a los que mataron y a los que murieron, a los inocentes y a los culpables. Fui testigo de actos de una entereza y un coraje cívico que se han repetido en este día de luto y de horror en Madrid, y me di cuenta de que nada es más frágil que la vida humana, nada más fácil de destruir que los delicados mecanismos que mantienen en marcha una ciudad, la rutina diaria de quienes la habitan, la gente de bien que va a su trabajo cada mañana y que no tiene la culpa de los delirios homicidas, de los fantasmas sanguinarios que surgen del fanatismo religioso o ideológico. Hace unos años, uno de los más desalmados envenanadores de la convivencia democrática en España declaró con su habitual mueca de desprecio, hablando del Guernica de Picasso, que a los "vascos" (sic) les habían tirado las bombas, y que los cuadros se los quedaban "esos de Madrid". Ahora Madrid ha sufrido una calamidad tan criminal como las que provocaban durante la guerra los bombardeos de la aviación fascista: se ve que algunas bombas, después de todo, también nos tocan a nosotros, y que como entonces se ceban en los barrios pobres, en la gente trabajadora, en los más inocentes. En noviembre de 1936, según el poema de Antonio Machado, Madrid sonreía "con plomo en las entrañas", y en medio del dolor era la fortaleza popular que resistía gallardamente la agresión del fascismo. Hay demasiado plomo, demasiada metralla en las entrañas populares de este Madrid que madrugaba para las obligaciones y las dignidades del trabajo, para el heroísmo menor de todos los días, cuando los emisarios del crimen asaltaron la ciudad con una fría decisión genocida. Pero uno quisiera que esta pesadilla tan amarga y real sirviera al menos para despejar en algunas conciencias la niebla del delirio: para que no se sigan repitiendo tantas palabras intoxicadoras, tantos silencios de endurecido cinismo, tantas mentiras, tanta frivolidad intelectual y política. Como aquel 11 de septiembre en Nueva York, quizás la facilidad espantosa de la destrucción nos ayude a cobrar conciencia del valor de lo que tenemos, de lo preciosa y lo frágil que es esa trama de actos, de costumbres, de tareas, de sobreentendidos, de concesiones mutuas, que es la materia misma de la vida y de la libertad humana.
No olvidaremos y no perdonaremos. No dejaremos que se esconda en la impunidad ningún asesino, que se borre en el anonimato de las cifras la cara o la identidad de ninguna víctima. Ésta es una promesa que me hago a mí mismo: no permitiré que nadie, en mi presencia, infame o ponga en duda la dignidad de los que ahora sufren, no aceptaré delante de mí más palabras embusteras o cínicas que enturbien la clara línea de separación entre los inocentes y los verdugos, no me rozaré con nadie de quien tenga la sospecha de que se ha infectado con su cercanía.
Antonio Muñoz Molina es escritor
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