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La lección de Wellington

Cuando terminó la guerra de Irak, o la etapa convencional de ella, recordamos en un artículo una célebre frase del duque de Wellington: "Nada, salvo una derrota, es tan melancólico como una victoria".

Escribíamos entonces bajo el temor de lo que vendría, inspirados en lo que ya nos dejaba, en aquel momento, la pírrica victoria. Europa dividida, América Latina separada de la potencia del Norte, la ola solidaria con los EE UU del 11 de septiembre enterrada por el belicismo, eran ya un balance en rojo que hacía mirar con aprensión la inevitable reacción emocional del mundo islámico, su costo en vidas, la hipoteca económica de mantener el aparato militar y sobre todo la imprevisible deriva de un derrotero sin puerto a la vista. Estas hipótesis hoy son dramáticas realidades y nadie sabe cómo terminará esta historia, por la sencilla razón de que, para empezar, nunca se definió adecuadamente el objetivo. ¿Era sólo derrocar a Sadam Husein y su tiránico régimen? ¿Era derrocarlo y demostrar al mundo el peligro que significaba, mostrando las famosas armas de destrucción masiva? ¿Era sustituirlo por un Gobierno proclive a Occidente fuera como fuera su naturaleza? ¿O era lograr la instalación de una democracia en un país sin formación cívica? Nunca se supo bien, ni aún hoy está claro, a tal punto que ya ni en lo militar se puede hablar de fin de una guerra, cuando se adolece de una acción guerrillera permanente, con muertos todos los días.

No hay duda que los EE UU -y el mundo, si se quiere- viven hoy la melancolía de la victoria. El viejo general británico, el arquetipo del soldado, racional en la planificación táctica y frío en el combate, se derrumbaba anímicamente cuando los médicos le traían la nómina de muertos y heridos. Toda aquella máscara de serenidad helada, propia del aristócrata forjado en la milicia imperial, se desvanecía a la hora de enfrentar el drama de los muertos. Y de allí su célebre frase, que aludía también a su experiencia sobre las enormes responsabilidades generadas por las victorias.

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Justamente en la India colonial se había madurado su carrera militar. Y su primer gran triunfo fue ante el cruel sultán Tippú, quien cayó muerto en la toma de Seringapatán. Pues Wellington, después de su victoria, mantuvo con pensiones a su familia, cuidó las tumbas reales y hasta compró ropas para su harén... Cuando se le discutió algunas de sus decisiones, que él mismo aceptaba que eran injustas, llegó a decir que estando "esta familia bajo su protección, no conviene hacer nada que pudiera desprestigiarla ante los ojos del mundo hindú, ni que pueda en manera alguna manchar a los muertos, ni violar los sentimientos de los que están vivos". Así se fue construyendo ese imperio con todas las barbas y modalidades de la explotación, pero con ese cuidado puntilloso de no herir sentimientos (acaso más importante que ninguna otra cosa) y el realismo de entender que la mentalidad de un pueblo no se cambia por la fuerza.

Allí aprendió Wellington, también, lo que es el valor táctico de las guerrillas, cuando un caudillejo popular, Dundia, mantuvo en jaque durante meses a una estructura militar organizada. Lo enfrentó, le destrozó su fuerza (eran 40.000 hombres) y en el combate pereció el guerrillero. Pero tiempo más tarde, cuando se retiraba de la India, el general dejó en manos de un tribunal de Seringapatán un bono para que se hicieran cargo de la educación del hijo del jefe guerrillero... Sin olvidar, de paso, que esta experiencia le fue muy importante cuando en España le corresponda auxiliar a la resistencia a Napoleón y las guerrillas populares, primera irrupción en el mundo occidental, se transformen en eficacísima arma táctica.

En ocasión de que un Gabinete británico, tan conservador como él, pero hostil y receloso de su popularidad, le envía a Irlanda, a manejar una misión imposible, escribe: "Nuestra política en Irlanda debería tender a hacer desaparecer, en la medida en que la ley nos lo permita, la distinción entre protestantes y católicos, y deberíamos evitar cualquier cosa que pudiera inducir a uno de los bandos a deducir o creer que sus intereses son separados o distintos de los de los otros".

De la toma de Copenhague -en medio de la guerra entre Inglaterra y la Francia bonapartista- se pueden también extraer varias lecciones. Se trataba de un acto inmoral dada la neutralidad danesa, pero Inglaterra quería impedir que un rápido golpe de mano napoleónico pudiera apoderarse de su flota. Pues Wellington se adelantó, tomó Copenhague, trató magníficamente a la población civil, que terminó agradeciéndole, y cuando los ministros británicos querían quedarse para explotar el éxito de la victoria, se trajo toda la flota danesa a Inglaterra y a otra cosa. Dicho de otro modo: no hay como saber cuál es el objetivo preciso de la guerra; si el objetivo era eliminar el riesgo de esa flota, pues a la flota y punto. Y a salirse rápido del riesgo de una ocupación.

Resulta arquetípico el caso de Wellington en España, cuando proyecta un plan de construcción de una monarquía constitucional parlamentaria con el restaurado Fernando VII. Fracasa en su intento y no habla más. Cosa parecida le ocurrió también en Francia, en donde, aun muerto el emperador, nadie estaba dispuesto a entender la moderación de una monarquía a la británica. Allí, sin embargo, se hizo fuerte en dos aspectos fundamentales. Uno fue el intento prusiano de desmembrar Francia, a lo que se opuso tenazmente alegando que ese camino era guerra para siempre. El otro fue el abuso de las reparaciones exigidas a la potencia derrotada, a lo que se enfrentó, insistiendo en la idea de que exagerar el castigo conducía a otra guerra (algo parecido a lo que ocurrió con Alemania después de 1918).

Luego de la derrota de Napoleón, Wellington no sólo era el jefe militar más admirado en toda Europa -por no decir de todo el mundo de su tiempo-, sino, además, y sin apelación, la figura pública de mayor popularidad. En una palabra, era un árbitro de la situación en todas sus dimensiones. El modo prudente en que usó ese poder fue el cimiento de una paz europea relativamente duradera. Su historia tiene otras perspectivas, dada su intervención tan discutida en la política británica, pero el hecho es que este militar conservador, aristocrático en su estilo, que hasta se opuso a la eliminación del látigo como sanción en el Ejército, tuvo siempre la sabiduría de pensar en lo que ocurriría al día siguiente de la victoria. Más de una vez fue cuestionado por esta renuencia, pero así es que disminuyó todo lo que pudo los inevitables odios de la guerra y evitó a su patria empantanarse en cenagosas aventuras político-militares. No está de más este vuelo al pasado para, por lo menos, comprender algo mejor al presente. Sobre todo cuando hay contemporáneos tan primitivos como en los tiempos de Wellington y cuando la naturaleza humana, ante la gloria militar, el horror de la muerte, la creencia religiosa, la soberbia de la conquista y el odio al extraño, no ha cambiado nada. O muy poco.

Julio María Sanguinetti es ex presidente uruguayo.

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