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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Paz y política

Josep Ramoneda

"EL MAL QUE HACEN los hombres sobrevive después de ellos; el bien, a menudo, queda enterrado con sus huesos". Lo dice Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare, un libro que debería ser de lectura obligatoria en los tiempos políticos que corren. Aznar deja en herencia la pérdida de la unidad democrática en la lucha antiterrorista. Dirán algunos que es injusto que esto pueda pesar más en el balance que los éxitos policiales contra ETA. Y es cierto. Pero la ruptura del consenso en política antiterrorista tiene efectos devastadores: Imaz ha reconocido que en Lizarra su partido cometió el error de mezclar paz y proyectos políticos. Este error parece contagioso. Y el PP ha contraído la enfermedad. Los primeros gestos emancipatorios de Mariano Rajoy, que se ha mostrado dispuesto a "acordar" una idea de España con Zapatero, no son suficientes para borrar el obsceno uso electoralista del comunicado de la tregua selectiva que el propio candidato hizo, ni el cumplimiento en cascada de la consigna emanada de La Moncloa, que provocó que incluso una ministra de tan bajo perfil político como Elvira Rodríguez se metiera en el barullo.

En Cataluña, Josep Piqué ha transformado la consigna en rechazo a la manifestación contra ETA. Piqué trabaja con un objetivo político muy concreto: conseguir el monopolio de la oposición al Gobierno de la Generalitat, aprovechando que CiU está atrapada, en su lucha con Esquerra Republicana por el voto nacionalista, por el miedo a ser calificada de antipatriótica. Al negarse a participar en la concentración por riesgo de sectarismo anti-PP, Piqué está haciendo una profecía poniendo al mismo tiempo en juego todo lo necesario para que sea cumplida.

El resultado de mezclar paz y proyectos políticos es que ETA sigue en campaña, porque se ha querido mantenerla en ella. Fue Carod culpable de que entrara en la campaña electoral. Pero es el PP el que está haciendo todo lo posible para que ETA no salga del centro del debate. Javier Arenas lo ha dicho con toda claridad: "El centro de la campaña es la cohesión de España". Y todas las energías van en esta dirección. Naturalmente, todos los disparates que esta estrategia genere serán indultados como excesos de campaña. Porque, incomprensiblemente, todo el mundo da por hecho que en periodo electoral no hay límites a los excesos verbales.

El PP rechaza compartir una manifestación contra ETA con Esquerra Republicana. Actúa, por tanto, convirtiendo a un partido democrático en un grupo de apestados al que uno no puede acercarse ni siquiera para estar juntos contra el terror. Pero hay algo más grave todavía. Con esta actitud se fomenta deliberadamente una confusión cada vez más extendida entre violencia e independentismo. Leyendo algunos artículos publicados estos días se podría entender que la violencia es una consecuencia automática del independentismo. Hasta el punto de que en algunos casos es dudoso si se condena el independentismo o la violencia. Es una manipulación, por dos razones: porque no es verdad, como la historia de la propia Esquerra Republicana demuestra. Y porque niega el derecho a existir en una sociedad democrática a una ideología tan legítima y, por tanto, tan susceptible de ser sometida a crítica, como cualquier otra: el independentismo. ¿O es que acaso se puede prohibir una ideología que respete las reglas del juego democrático? Una cosa son las exigencias de la lucha antiterrorista, y otra muy distinta es que, con esta coartada, se juegue a confundir, a desacreditar a determinados movimientos sociales y a empequeñecer un poco más el espacio de lo políticamente posible. El escenario político no puede moldearse a imagen y semejanza de los que gobiernan.

En la línea de esta reducción de los espacios de pluralidad y de limitación del autogobierno se sitúa otro argumento recurrente. Una pretensión que, por lo menos desde mi condición periférica, resulta inaceptable: que el presidente de la Generalitat de Cataluña deba someterse a las exigencias del secretario general de un partido, en este caso el PSOE. Forma parte de los complejos españolistas -que también existen- el quejoso discurso de la amenazada unidad de España. Y en este contexto, la teoría de que, hoy día, la vertebración de España sólo la pueden garantizar el PP y el PSOE. Si no se acepta que la Generalitat es una institución autónoma y que las responsabilidades de su presidente son suyas y de nadie más; si se encuentra normal y necesario que el presidente de la Generalitat obedezca al secretario de un partido político español, es que no estamos hablando de la misma cosa.

Quizá es el momento de abandonar la hipocresía y de partir del dato que la realidad nos ofrece: en esta campaña, paz y proyectos políticos partidistas se han mezclado de modo reiterado. Y el PP lo ha hecho con especial ahínco, vinculando el independentismo a la imagen del bárbaro terrorista para autoatribuirse el monopolio del patriotismo.

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