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Columna
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Bondad

Algunos actos políticos, como algunos arrebatos pasionales, duran poco, cunden menos y tienen unas consecuencias interminables. ¿Estoy hablando de Carod Rovira? Pues sí, pero no tanto de su extraña aventura como de las reacciones y evaluaciones que le han seguido.

A la hora de hacer balance del suceso, defensores y detractores coinciden en tachar de ingenuo a su protagonista. Yo no llamaría ingenuo a un político que ha sido capaz de hacer una pirula primero a Mas y luego a Maragall en menos de quince días. Otra cosa es que intentara resolver un problema intrincado y peliagudo mediante la negociación, a sabiendas de que sólo podía pedir mucho sin ofrecer a cambio nada, como no fuese su propia inmolación política: un mesianismo exacerbado cuyo alcance se me escapa.

A partir de aquí, los senderos se bifurcan, en dirección del insulto o del martirologio. Los insultos de los que atacan no son sutiles. Leo en la prensa: tonto, idiota, desleal, malhechor, indeseable, charnego acomplejado. En sociedades serviles se admiran y jalean la puya y el rejón de castigo y el olor a sangre caldea los ánimos. Los que defienden tampoco dan sorpresas: se rasgan las vestiduras al ver a los otros rasgarse las vestiduras.

En medio de esta vorágine, ruidosa pero superficial, el propio Carod Rovira, transfigurado en el último samurái, apela al plebiscito de lo que él llama con insistencia, la buena gente. Tenazmente instalado en un romanticismo de principios del siglo XIX, cree que existe tal cosa como la buena gente, un colectivo de natural honesto y virtuoso, que a veces se sale de la vía por los pedruscos que allí ha puesto la mala gente o los políticos de profesión que la manipulan con fines partidistas. Esta fe es la que le lleva a sostener con la misma convicción que hablando se entiende la gente, sea cual sea el contenido de la conversación, siempre y cuando la gente que hable sea la buena gente, o su portavoz. El fondo de la cuestión no parece importarle a nadie.

Una arriesgada partida de ajedrez en la que lo importante no es el valor de cada pieza, sino la posición que ocupa en el tablero, y que la buena gente sigue en vilo, sin entender la estrategia, pero dispuesta a ser leal hasta el fin, haciendo honor al calificativo.

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