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América Latina: de la complacencia a la demencia

Moisés Naím

En el 2003, América Latina tuvo otro año normal: el crecimiento económico fue bajo; la inestabilidad, alta; la pobreza, generalizada; la desigualdad, profunda, y la política, feroz. En otras palabras, nada nuevo. De hecho, para el 44% de la población de la región (unos 227 millones de personas) que viven en la pobreza, "nada nuevo" equivale a "terrible".

Durante décadas, las élites políticas y económicas de América Latina se han acostumbrado a esta trágica normalidad. Aun los más pobres parecen haberse resignado sin mayor protesta a sus tragedias cotidianas. Crecientemente, sin embargo, esta complacencia está siendo destruida.

Nuevos actores políticos que juegan con reglas distintas a las acostrumbadas están rompiendo esa coexistencia pacífica de América Latina con sus intolerables condiciones.

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Los recientes problemas de Bolivia ilustran este nuevo fenómeno. Bolivia, pequeña y pobre, padece desde siempre profundas divisiones sociales, una economía miserable y, más recientemente, las convulsiones políticas que en parte se justifican por la frustración con reformas económicas que prometieron mucho y lograron poco. Así, hace unos meses violentas protestas callejeras llevaron a la salida del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, un líder reformista y democráticamente electo. Las protestas que lo derrocaron fueron lideradas por grupos indígenas, históricamente marginados, así como por agricultores de coca (cocaleros), que han sido obligados por la guerra antidrogas de los Estados Unidos a dejar de cultivar su ancestral cosecha.

Los cocaleros de Bolivia no son un caso aislado. Los zapatistas de México, los movimientos brasileños, como el de los sem terra (los sin tierra) y los sem teto (los sin techo), los bolivarianos de Venezuela, los piqueteros de Argentina o los rebeldes Humala de Perú son ejemplos de nuevos actores políticos que están sorprendiendo, desafiando y -en algunos casos- desplazando al poder tradicional.

Su influencia y sus ofertas políticas son tan diferentes como los agravios que los inspiran -la erradicación de cultivos de coca en Bolivia, el desigual acceso a tierra y vivienda en Brasil o la crisis financiera y el desempleo en Argentina-. Pero también tienen mucho en común. Todos ellos se nutren de discursos y posturas que reflejan la ira, la sed de venganza contra la explotación y el presunto, o muchas veces real, racismo que existe en sus respectivos países. Todos éstos son temas que los partidos políticos tradicionales de América Latina en general evitan incluir frontalmente en sus posiciones -salvo las ya muy trilladas denuncias contra la pobreza-. Los nuevos movimientos también son intensamente nacionalistas y, si bien se jactan de tener sus raíces en las más antiguas tradiciones de sus países, mucho de su éxito se debe más bien a los cambios que la región experimentó en la década pasada.

Las grandes mayorías pobres, y aun la clase media, todavía están esperando el creciente bienestar material que se les prometió una vez que América Latina adoptase la privatización, la austeridad fiscal y la apertura al comercio y las inversiones internacionales.

En cambio, la corrupción, el aumento de los precios de los servicios públicos, frecuentes quiebras bancarias, y el desempleo, parecieron convertirse en la norma. Los medios de comunicación más liberados del control gubernamental se dedicaron agresivamente a denuciar la corrupción de políticos y gobernantes y a ofrecer evidencias cotidianas de las enormes brechas entre ricos y pobres.

La profundización y diseminación de la democracia en los años noventa también permitió a individuos con intereses similares organizarse y obtener más voz e influencia de la que jamás antes habían tenido.

No es de sorprenderse que los partidos políticos tradicionales vieran disminuir su popularidad, sus militantes y su influencia. Sin un mensaje creíble, con líderes desprestigiados y con menos empleos en el sector público y subsidios con los cuales premiar a sus partidarios, los viejos partidos se convirtieron en presa fácil para nuevos rivales políticos. Venezuela -donde uno de los sistemas de partidos más antiguos y mejor organizados de la región se derrumbó casi de la noche a la mañana- es el ejemplo más extremo de esta tendencia.

En algunos países estos nuevos movimientos están tratando de llenar este vacío. Estos grupos suelen contar con líderes carismáticos, que no siguen las normas establecidas de etiqueta política y que muchas veces no tienen mayor resquemor en recurrir a la violencia como instrumento político.

En comparación con los partidos tradicionales, que con frecuencia incluían a la clase media y a los más ricos, estos nuevos movimientos son dirigidos y respaldados por los pobres; algunos de ellos tienen una extracción indígena y reivindican su rol de representantes de minorías étnicas. El racismo, que es siempre un tema fácil de usar con fines políticos, es un elemento importante de su discurso. También son rabiosamente antiestadounidenses, una postura natural dado su nacionalismo y su hostilidad hacia las élites, cuyos intereses suelen alinearse con los de Estados Unidos. Finalmente, todos son profundamente críticos de la globalización. Los zapatistas de México, por ejemplo, irrumpieron a la luz pública el día en que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte entró en efecto en 1994, argumentando que el tratado lastimaría a pequeños campesinos en el pobre Estado sureño de Chiapas. Los zapatistas también criticaron la adopción por el Gobierno mexicano del "neoliberalismo", un tema que es un principio común en todos estos grupos.

Irónicamente, y tal y como suele ser el caso con otros grupos que critican a la globalización, los nuevos actores políticos de América Latina se han beneficiado mucho de ella.

Las tecnologías que han disminuido los costos de viajar y comunicarse internacionalmente han acelerado y profundizado los lazos de estos grupos con aliados y otras organizaciones simpatizantes en América Latina, Estados Unidos y Europa.

Irónicamente, mientras que estos nuevos grupos fueron engendrados por condiciones muy locales en algunas de las regiones más pobres del mundo, su rápido ascenso también se ha acelerado por su integración casi natural e inmediata a una red global de activistas, políticos e incluso gobiernos que los apoyan financiera, política y organizativamente. Muchos de ellos cuentan con más y mejor organizados apoyos internacionales que los que pueden movilizar los partidos políticos tradicionales. Estos últimos más bien se han ido desintegrando del resto de los movimientos políticos mundiales que les son afines.

Como resultado de su internacionalización, estos nuevos grupos se están convirtiendo rápidamente en lo más cercano que ha tenido América Latina a un movimiento político multinacional en mucho tiempo.

Mientras que el ascenso de las nuevas agrupaciones políticas ha sido rápido, su influencia a largo plazo podría verse gravemente afectada por su falta de propuestas confiables y prácticas en materia de soluciones.

Su efectividad e inteligencia en cuanto a explotar las políticas de la ira, la raza y la venganza contrasta con su incapacidad para articular ideas creíbles para lidiar con los problemas que denuncian. En el mejor de los casos, simplemente abogan por ideas ya probadas y fracasadas -como la nacionalizacion de tierras agrícolas, el proteccionismo y el estatismo, que fracasaron en el pasado y que son rechazados en los países del mundo que más rápidamente están erradicando la pobreza-. El verdadero peligro que presentan estos nuevos grupos políticos no es que estén rompiendo con la coexistencia pacífica de América Latina con su trágica normalidad; menos mal que por fin eso está sucediendo.

La tragedia es que estos grupos son muy vulnerables a otra de las maldiciones de América Latina: la coexistencia pacífica con políticas públicas que no funcionan. Como sabemos, la obsesión por repetir los fracasos es una forma de demencia.

Moisés Naím, analista venezolano, es el director de la revista Foreign Policy

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