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Columna
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'Legislativitis'

Enrique Gil Calvo

La preparación artillera diseñada por Zapatero para adelantarse al contrario tomando la iniciativa de cara a la inminente campaña electoral (dosificación de revelaciones, comité de notables, listas unánimes...) se ha visto saboteada por inoportunos daños colaterales a causa del fuego amigo. Me refiero al feo nepotismo del flamante tripartito catalán, que para no asustar a los centralistas ha querido exhibir los mismos vicios del congénito familismo español, y al desbarre de Rodríguez Ibarra, cuya modesta proposición para acabar de raíz con el nacionalismo no se ha sabido apreciar en su sarcástica intención.

Estas anécdotas se olvidarán en cuanto sus contrarios multipliquen errores como el chantaje andaluz del ministro Montoro, que les costará algún escaño. Pero es que llueve sobre mojado, pues para nepotismo ahí está el caso Juan Guerra, que inició el derrumbe socialista. ¿Acaso lo han olvidado? ¿Y qué decir de los hermanos Montoro y las hermanas Palacio, en el otro bando, con la esposa del presidente del Gobierno colocada de superconcejala benéfica para cubrir la retirada de su marido?

Por lo que se refiere a la chusca proposición de Rodríguez Ibarra, su nivel de genialidad poco tiene que envidiar al chapucero plan Ibarretxe. Pero una y otra propuestas no son sino esperpénticas reducciones al absurdo de una manía muy española, como es la propensión a la legislativitis, o delirio legislativo.

La hipertrofia legislativa es un vicio congénito de la cultura política de matriz latina, heredada del derecho romano. Ya sea en París, Roma o Madrid, la propensión a legislarlo todo parece tan compulsiva que resultaría cómica si no fuera tan estéril y costosa.

Creen los latinos que para cambiar la realidad basta con crear una ley. Pero como la sociedad no se cambia por decreto, las nuevas leyes pronto se revelan inútiles, además de contraproducentes. Lo que no desanima a quienes padecen legislativitis, pues reinciden multiplicando la inflación de nuevas reformas legislativas. Pero en Madrid esto es mucho peor todavía que en Roma o París, pues aquí hemos edificado un Estado de las autonomías cuya legislativitis está multiplicada por 17.

Ahora es el PSOE quien incurre en este vicio administrativo, al ofertar un programa que pretende reformar las reglas de juego hipertrofiando las administraciones judicial y tributaria.

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Lo cual está muy bien sobre el papel, pero plantea graves dudas acerca de su aplicación práctica. Y la más grave de todas -al margen del coste redundante de su estéril hipertrofia- es que así se multiplican también por 17 las oportunidades de hacer trampas, cayendo en el vicio nacional del clientelismo, la opacidad y las corruptelas.

El defecto de nuestra Hacienda y nuestra Justicia no es su centralismo, sino su servil dependencia del poder. Y si las enfeudamos al caciquismo local y territorial cabe temer que todavía resulten más ineficientes y fraudulentas.

Pero la culpa no es tanto de Zapatero como del mal ejemplo contagiado por su adversario. Como es notorio, el presidente Aznar ha elevado la legislativitis nacional hasta extremos absurdos, reformando en sus dos legislaturas todas las leyes habidas y por haber para afectar a campos como la financiación autonómica, las leyes de extranjería y el Derecho Penal, arbitrariamente alterado con fines políticos.

Pues bien, ahora el PSOE pretende imitarle mediante una escalada de legislativitis. Pero se equivoca, pues la reforma de las reglas de juego ha de hacerse con minimalismo y por consenso, sin sombra de oportunismo electoral. Y en lugar de reformas legislativas, más valdría ofertar a los votantes políticas alternativas, capaces de reformar la realidad.

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