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Tribuna:Aproximaciones
Tribuna
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Los perros de Bogotá

A LAS 6.20 de la mañana me asomé a la ventana de mi habitación del piso 14 del hotel Tequendama. Ya había una luz pálida sobre la ciudad. Aún no habían empezado los ruidos de las obras que cada mañana entran en mis sueños o en mis desvelos. Se respiraba el silencio. Había un ligero movimiento de coches en las carreteras. Dos o tres personas, solas, sin prisa, sin lentitud, atravesaban la plaza, quién sabe hacia dónde se dirigían. Fue entonces cuando mis ojos vieron al perro. Flaco, de manchas negras. Cruzó la carretera, recorrió un trecho, junto a la valla, evitando los coches, aunque no vinieran de ningún lado, volvió a cruzar la carretera, entró en el asfalto de la plaza, y se detuvo. Se estuvo ahí, quieto, mucho rato, mirando hacia los lados, indeciso. Al fin, echó a andar, desapareció bajo la copa de un árbol, quizá se fue calle arriba. Desde mi ventana, las copas de los árboles estaban pegadas al suelo, manchas verdes en el asfalto. Un perro sin dueño, vagabundo, como tantos perros de Bogotá. Un perro que me encoge un poco el corazón. ¿Qué tengo yo que ver con ese perro gris?, ¿qué me lleva, a las 6.20 de la mañana, a identificarme con él?, ¿por qué mis ojos se detienen en él, en sus movimientos un poco vacilantes, en lugar de perderse en la bruma que reposa sobre los tejados de la ciudad, en los altos edificios que me rodean, en las montañas, en el verde, en los colores del amanecer que van dando matices rosas y naranjas a la franja de cielo que se confunde con la bruma? El perro detenido a un lado de la plaza, desaparecido luego bajo la copa del árbol. Eso es lo que he escogido, como si fuera mi historia en esta ciudad desconocida. La ventana de un hotel, el panorama que se abarca desde la ventana de un hotel, es lo que verdaderamente conozco de cada ciudad que visito. ¡Cuántas horas habré pasado, en mi infancia, mirando la calle desde el pequeño balcón de mi dormitorio, mirando el inmenso patio de atrás desde el balcón corredero que unía los otros cuartos, preguntándome cómo sería la vida en las otras casas, cómo serían todas esas personas que las habitaban, adónde irían cuando salían, preguntándome si se parecerían a mí, si tendrían mis mismos miedos, mis mismos sueños! A los tres años, caí enferma. El tifus era entonces una enfermedad grave. El medicamento salvador, la cloromicetina, podía conseguirse en Francia. Hasta que un familiar lo consiguió, mi madre y yo estuvimos confinadas en una habitación de la casa de mi abuela. Fueron largos meses. Me leían un cuento, La gallina petirroja. Me lo sabía de memoria. Hacía que me lo leyeran dos, tres, cuatro veces al día. No soportaba que se equivocaran. Llegó la cloromicetina y mi madre y yo sanamos. Durante meses, había permanecido tumbada, me llevaban en brazos desde mi cama a la cama de mi madre. Me vistieron, se quedaron mirándome. Me sujetaron. Me solté, quise dar un paso y me caí. Mi cuerpo se había olvidado de cómo se hacía eso, andar. Me veo en el pasillo, apoyándome contra la pared, arrastrando los pies por el suelo. No sabía andar. En cambio, sabía leer. Alguien puso un periódico en mis manos. Reconocí las letras del cuento que me habían leído todos los días, más de una vez cada día. Así entró la literatura en mi vida. La enfermedad, el inevitable reposo, fue el vehículo. Me dio la literatura, me arrebató el equilibrio físico, la confianza en la sabiduría de mi cuerpo. ¿Qué tiene que ver todo esto con el perro de Bogotá? Tiene que ver con la mirada que lo escoge. Con los ojos que contemplan la ciudad desconocida desde la ventana. Mi ciudad natal, Bogotá. Las vidas ajenas que invento. El enigma eterno, ¿serán como yo? Opté por la invención, por el cuento que me aprendí de memoria. Esas palabras abrieron un camino por el que mi imaginación se aventuró. La aventura de las palabras podía sostenerse entre las manos. Se concebía a solas. No había límites de horarios ni de escenarios. Desde cada ventana, se ve una historia, se inventa una historia. Pero andar sigue siendo sumamente difícil. ¡Qué daría yo por no sentir miedo a caerme, a tambalearme, a perderme por las calles de una ciudad desconocida, de cualquier ciudad, de todo lo que miro desde la ventana de mi habitación del hotel y desde la ventana de mi casa, el mundo siempre inmenso y desconocido! En el cuarto rojo donde estuve confinada junto a mi madre en los lejanos días del tifus, me llevaban en brazos hasta la ventana para que pudiera ver a las niñas que jugaban en el patio del colegio de las Madres Concepcionistas. Eso se veía desde aquella ventana: los juegos de las niñas. Corrían, gritaban, se empujaban. Yo estaba lejos. Las observaba. Pedía que me leyeran mi cuento. Me refugié en la aventura de las palabras. Una protección que me hizo vulnerable, que no me preparó para la vida. ¿Y el perro callejero? Detenido a las 6.20 de la mañana a un lado de la plaza, mientras Bogotá se despierta poco a poco, no sabe que le observo, que estoy pendiente de sus pasos. No puedo dejar de mirarle y me alivia comprobar que, pese a la sensación de inseguridad que me transmite, cruza la carretera por el lugar oportuno. Está a salvo ahora. Busco el sentido de sus pasos por las calles que la altura de los edificios no me deja ver. Busco algo que me explique su soledad y la mía y la de todas las personas que aún están en sus casas y que saldrán a la calle dentro de unas horas o deambularán de cuarto en cuarto y se asomarán, quizá, a sus ventanas, para contemplar la vida de los otros o inventarla. Porque todo lo inventamos. Por eso escribo.

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