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El tarro de las esencias

Lo peor del "desastre" de 1898 no fue la pérdida de las colonias, lo cual estaba descontado como una exigencia de la modernidad, sino el debate ideológico abierto tras la derrota acerca de la "esencia de España". Un mito tan inútil como persistente. Tanto, que seguimos arrastrándolo. Un mito que llevó a decir a uno de sus más notables sostenedores la frase más necia que pueda imaginarse: "Que inventen ellos". Desde las propuestas castellanistas y excluyentes de algunos escritores del noventa y ocho, de las ensoñaciones imperiales, antiliberales y antidemocráticas, de los Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y demás altos representantes del pensamiento reaccionario español se pasó al "Nos duele España", a la "España rota versus España roja", a la "España eterna" de los libros de Historia, aquellos que nos impusieron a los niños nacidos después de la Guerra Civil, desembocando, todavía bajo el franquismo, en la "España como problema" y la "España sin problema" de Laín y Calvo Serer, respectivamente. En fin, un camino hacia ninguna parte, que la ideología y la política españolas han transitado con más empecinamiento que ciencia, demostrando que la preocupación permanente sobre la propia identidad es el síntoma de una grave y paralizante enfermedad mental.

Sin embargo, la Constitución de 1978, construida con espíritu de reconciliación y de consenso, trajo una definición y unos conceptos que pretendían poner fin a la persistente cantinela de la "esencia española". Por primera vez, prácticamente, todo el arco político e ideológico se puso de acuerdo en tres asuntos capitales: 1) Derechos y libertades (Título I de la Constitución); 2) prescripciones sociales (conjunto de orientaciones económico-sociales contenidos en la Constitución), y 3) el territorial (Título VIII).

El consenso se ha mantenido respecto al primer punto, con la excepción de ETA y de sus aledaños violentos. No ha pasado lo mismo con los mandatos constitucionales acerca del modelo económico y social. Sin ninguna intención de exhaustividad y sólo a título de ejemplo, señalaré en primer lugar las obligaciones fiscales de las que trata el artículo 31: "Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad".

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"Todos contribuirán a los gastos públicos". Es decir, que los impuestos se conciben en el texto constitucional como exacciones para cubrir los gastos y no al revés. Vale decir que, según la Constitución, primero han de fijarse los gastos públicos obligatorios y luego, para pagarlos, se fijarán los impuestos. Es aquí donde la práctica política ha conseguido dar la vuelta al argumento, torciéndole la mano a la Constitución, poniendo los impuestos demagógicamente por delante de las obligaciones sociales que el propio texto constitucional enumera.

De todos los artículos que contiene la Constitución Española, quizá el que más duele recordar sea el 35: "Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo". Toda una declaración de principios y de intenciones que no se compadecen con la realidad, aunque lo más grave, lo que choca frontalmente contra la Constitución, son las políticas concretas que han ido destruyendo el viejo derecho del trabajo, dualizando el mercado laboral y consiguiendo que un tercio de los contratos en vigor sean hoy temporales, efímeros, discrecionales. Y lo que es más grave: en torno al 90% de los nuevos contratos son temporales, de sólo días incluso. ¿Y qué decir de los salarios femeninos, sistemáticamente inferiores a los masculinos?

El capítulo tercero (artículos 39 al 52, incluidos ambos) expresa los principios rectores que han de seguir la política social y la económica. Así, "los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia" (artículo 39). "Los poderes públicos promoverán las condiciones... para una distribución de la renta regional y personal más equitativa" (artículo 40). "Los poderes públicos promoverán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho" (artículo 44). "Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo... promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales" (artículo 50). Toda una panoplia de directrices que obligan a que las políticas vayan en la dirección señalada en el texto constitucional, pero las políticas de los últimos años han ido directamente contra el mandato constitucional y lo mismo ha ocurrido con el artículo 47, que dice así: "Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos".

Nadie podrá negar que "la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación" está en las antípodas de la política que se está siguiendo últimamente. Una política que reniega también de la participación "de la comunidad en las plusvalías generadas por la acción urbanística de los entes públicos".

Visto a la distancia de un cuarto de siglo, parecería que quienes entonces, desde las posiciones conservadoras, se avinieron al acuerdo quizá pensaron que ya llovería menos o, por mejor decirlo, que la práctica política "volvería las cosas a su sitio" y, en verdad, lo están consiguiendo, contra la Constitución, a la vez que se autotitulan "patriotas constitucionales".

La Constitución también recogía otro acuerdo básico, el contenido en su Título VIII, en el cual hay un diseño del reparto territorial del poder político, pero no es un diseño cerrado, sino abierto. Que la decisión de dejar abierto el Título VIII fuera errada, o no, es un debate estéril, pues el pasado poco arreglo tiene. Sin embargo, quienes sostienen ahora que las propuestas de cambio en algunos Estatutos de Autonomía representan la apertura de un nuevo y peligroso periodo constituyente se engañan o pretenden engañar, pues sólo se abren las puertas que están cerradas y ésta, la del Título VIII y leyes conexas, siempre estuvo abierta. Lo que sí se acerca es un debate que, ojalá, sea clarificador, acerca, por ejemplo, de dos conceptos básicos: solidaridad interterritorial y financiación.

Tengo para mí que la noble preocupación que se tuvo, especialmente por parte de la izquierda, para evitar que la construcción del nuevo Estado autonómico no perjudicara a la solidaridad interterritorial, condujo a queeste concepto se introdujera en instrumentos legales, como la LOFCA, que no eran adecuados para ello. Me explico: la solidaridad en un Estado moderno se sostiene, básicamente, sobre tres pilares: a) la Seguridad Social; b) los impuestos, y c) las inversiones articuladoras. Y los tres instrumentos están en manos de la Administración central, vale decir, del Gobierno y de las Cortes Generales. Lo cual responde a una lógica elemental: las políticas interregionales corresponden al Estado y las intrarregionales a las comunidades autónomas. Así, cuanto más potentes y generales sean la Seguridad Social y los impuestos estatales menos diferencias entre rentas personales y regionales habrá y este aserto tiene su demostración evidente en los efectos positivos que tuvieron sobre la igualdad de rentas (insisto: personales y territoriales) las mejoras introducidas en las prestaciones de la Seguridad Social y la caída del fraude durante los Gobiernos socialistas. En lo que se refiere al segundo pilar, es decir, a los impuestos, el problema tampoco está en las comunidades autónomas ni en la estructura impositiva, sino en el pago "contante y sonante". Así, con el impuesto que es el eje de todo el sistema, es decir, con el IRPF, sólo cumplen estrictamente en España los asalariados y todos aquellos que no pueden o no quieren recurrir al fraude o a la ingeniería fiscal, desgraciadamente tan generalizada hoy. El fraude y la "ingeniería" tienen un efecto inmediato y perverso, que incide sobre la distribución de las rentas personales, pero también otro, derivado, sobre la distribución de las rentas regionales, pues el fraude no tiene una distribución uniforme ni respecto a los contribuyentes ni, por agregación, respecto a las regiones. Si el Ministerio de Hacienda, que se ha dedicado a suprimir todas las publicaciones fiscales que existían antes de la llegada del PP, quisiera publicar una simple ratio (impuestos pagados al Estado en una región dividido por el PIB regional) comprobaríamos que la solidaridad por vía fiscal se distribuye muy mal y no precisamente a favor de Cataluña.

En cuanto a las infraestructuras básicas, articuladoras, nadie podrá negar el espectacular avance obtenido, en parte no pequeña, gracias a los fondos de "solidaridad" europeos, por los que tanto pelearon los "pedigüeños". Hoy, carreteras, ferrocarriles, viviendas de protección y un largo etcétera son demandados, con razón, por las autonomías menos pobladas y también, con pareja urgencia, por las conurbaciones que han de asumir grandes retos derivados de sus abigarrados hábitats.

Mas, sea como sea, si el debate acerca de los nuevos estatutos se desvía hacia la solidaridad interregional, que depende casi en exclusiva de las políticas estatales, hacia las esencias que se predican en torno a "la unidad de España" o hacia descalificaciones y peleas entre autonomías, solidarias o no, vamos dados, pues se estará apelando, no a la razón o a las razones que se esgrimen en cualquier diálogo, sino a los sentimientos más primarios. Y esto, el recurso a lo tosco y a lo primario, parece ser la decisión del partido hoy gobernante, a cuyos miembros se les ve muy decididos a destapar, una vez más, el tarro de las esencias patrias para atufarnos con vistas a las próximas elecciones de marzo. Se visten los maniqueos -metiendo en el mismo saco a Ibarretxe, Carod o Maragall- y "leña al mono". Contra ellos y, sobre todo, contra los que se muestren tibios (léase el PSOE). El mal que se deriva de esta intransigencia agresiva y oportunista no sólo está en la manipulación de las conciencias con propósitos electorales, lo peor es el clima de tensión y enfrentamiento que ello genera.

Cuando se confunde la firmeza con el grito, el debate con la rebatiña y los argumentos con la propaganda, no hay forma de entenderse, porque, en el fondo, quienes así se manifiestan renuncian a la palabra, piedra angular de la política, para instalarse en la demagogia. Y de poco sirve recordar que la buena política ha de ocuparse más de las próximas generaciones que de las próximas elecciones, pues, al decirlo, uno percibe que está predicando en medio del desierto. El desierto de los tártaros, tan guerreros ellos.

Joaquín Leguina es diputado del PSOE y ex presidente de la Comunidad de Madrid.

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