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Columna
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Alrededores de Belén

La Navidad ha sido siempre el momento de expresar deseos de paz y también de convenir treguas incluso durante los más feroces conflictos. "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad" era la proclama cantada por los ángeles que dieron la buena nueva del nacimiento del Mesías a los pastores acampados en los alrededores de Belén. Pero enseguida se echa de ver que la paz tiene muchas acepciones. Según una de ellas, la paz deriva necesariamente de la guerra, porque se entiende como una consecuencia estricta de la victoria. Para quienes se apuntan a esa acepción pareciera que sin vencer en la guerra fuera imposible alcanzar la paz. En todo caso, como presuntos implicados, conviene que atendamos a estas cuestiones donde se juega la reputación.

Ahora, cuando el presidente del Gobierno José María Aznar -en pleno ataque de ese mimetismo que le lleva a repetir las pautas del amigo Bush- se ha presentado en Diwaniya dispuesto al sacrificio de ocupar los mejores espacios de TVE durante todo el fin de semana, hemos tenido la ocasión de oír su arenga a nuestros soldados diciéndoles cómo están allí para cumplir la misión de defender a España y de luchar contra el terrorismo. Pero todo el aparato mediático utilizado ha sido incapaz de ocultar que, por primera vez, este despliegue militar carece del respaldo de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria. Tampoco servirá para esconder todas las tergiversaciones en torno a una guerra emprendida sin el respaldo de Naciones Unidas para la que se invocó la necesidad de responder a la amenaza de unas armas de destrucción masiva que siguen sin aparecer y que buscaba romper una conexión con el terrorismo de Al Qaeda imposible de probar.

Demos los gritos de rigor sobre el genocida de Sadam Husein, celebremos su captura y deseemos lo mejor para el pueblo o los pueblos de Mesopotamia, pero reconozcamos también que en Irak, donde se daban muchos desastres, lo que no existía era terrorismo alguno ni nacional ni internacional. Si ahora proliferan esas actividades es como consecuencia de la guerra y en relación con la resistencia a los ocupantes de la coalición angloamericana y demás acompañantes. Pero advirtamos por última vez al aznarismo de que su solidaridad y alianza con la Administración Bush tiene también una raya roja que no puede sobrepasarse porque contra el terrorismo no hay atajos ni aquí, como repetían los del PP cuando estaban en la oposición ardiente, ni en Irak ni en Guantánamo, como empiezan a señalar con retraso abrumador los tribunales de Estados Unidos.

En el caso de José Padilla, un tribunal federal de apelación en Manhattan acaba de denegar autoridad ejecutiva al presidente de Estados Unidos para mantener a ciudadanos americanos indefinidamente arrestados en secreto sin acceso a sus abogados defensores mediante la simple declaración de que son "enemigos combatientes". Pero ése es un principio elemental cuya vigencia un leal aliado como Aznar debería haber hecho valer porque si esas anomalías se aceptan enseguida se contagian y terminaríamos por aclimatarlas en nuestro propio país. Por eso, también supone una grave preocupación que gane terreno en Washington la idea avanzada por una de las máximas autoridades norteamericanas en Bagdad para quien, según The New Yorker, "el único camino para vencer es acudir a procedimientos no convencionales, luchar con los mismos procedimientos que el enemigo, adoptar el sistema de guerrilla para combatir la guerrilla y lograr así la sumisión de los iraquíes".

El Estado es necesario para protegernos de la violencia terrorista, pero mientras cumple esa misión básica debemos cuidar cómo lo hace porque también el Estado puede derivar en violento. Debemos contener el terrorismo para preservar la vida civilizada a la que aspiramos, pero estar muy atentos al riesgo de que los procedimientos utilizados comprometan la clase de vida que intentamos proteger aquí, en Estados Unidos, en Irak o en los alrededores de Belén.

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