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Columna
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El miedo

Rafael Argullol

Hace 10 días falleció Lina Aisa, una niña de tres años, en el campo de refugiados de Bureij, en la franja de Gaza: muerte por shock neurológico que provocó una parada cardiorrespiratoria. Murió de miedo. ¿Podemos reproducir las imágenes de su miedo? Los periódicos recogían las explicaciones de su madre, Mend, de 23 años: "Lina no dejaba de llorar y repetir con voz cada vez más débil: 'Mamá, tengo miedo'. Traté de protegerla y darle agua. De golpe sufrió un ataque de fiebre. Mucha fiebre...".

No había pasado nada realmente extraordinario. Sólo había irrumpido el ejército israelí a las tres de la madrugada y durante varias horas se había oído el estruendo de las bombas, las ráfagas de ametralladora y el siniestro aleteo de los helicópteros Apache. Nada nuevo en Gaza. Los periodistas llevan años -decenios más bien- trasladando esta música a nuestros oídos.

Lina Aisa, niña palestina de tres años, murió de miedo tras irrumpir el ejército israelí en el campo de refugiados de Bureij, donde vivía

Pero ni la voz de la madre ni la pluma del periodista nos acercan mínimamente a las sensaciones de Lina. ¿Qué es lo que realmente ella percibió para llegar a un terror tal que le produjo el colapso? ¿Qué vio mientras oía los disparos de los soldados y cundía el pánico a su alrededor? ¿De qué dimensión eran esos monstruos que la mataron?

Esas imágenes que abrasaron la breve vida de Lina son importantes. Deberíamos estar en condiciones de tenerlas, pero no para exhibirlas impúdicamente en nuestros telediarios, sino para destilarlas, gota a gota, en los despachos del poder. Los creadores de terror tendrían que ser alimentados diariamente con esas imágenes. Ariel Sharon, en este caso, debería ser desprovisto de los obscenos filtros de la burocracia y la información oficial para que se enfrentara a las emociones terminales de Lina. No digo, desde luego, que esto cambiara su conducta. Los Ariel Sharon tienen la piel endurecida por suficientes muertes como para atender a la quintaesencia del dolor. Tienen un miedo distinto al que acabó con la vida de Lina.

Ese otro miedo, el miedo que se apodera de los despachos, es decisivo para entender los círculos del terror que tan a menudo nos circundan. En los despachos se siente temor ante el recuerdo de la vida y, en especial, ante su matiz, su detalle, su contingencia. Nada es más inquietante para un estadista -o para quien se considera como tal- que la vida concreta se cuele por las paredes del poder. Un estadista quiere redibujar países y continentes, pero siente horror hacia las presencias incontroladas de la vida. El miedo de Ariel Sharon es tener que recordar que hubo un minúsculo detalle de la existencia llamado Lina Aisa. La memoria está demasiado llena de matices.

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El olvido, en cambio, es compacto. No hay, en consecuencia, mayor materia prima para el poder que el olvido: el poder absoluto es el que persigue un olvido absoluto. La destrucción de los recuerdos es todavía más determinante que la de las ciudades, y al respecto denominamos historia a una suerte de descomunal vampiro que, tras alimentarse de la sangre de un sinfín de historias, se presenta ante el presente como un anciano venerable.

Es aconsejable ver la última película de Atom Egoyan, Ararat, para comprender hasta qué punto esto es cierto aun para acontecimientos que no tienen ni un siglo de antigüedad, como la masacre de armenios a manos del ejército turco durante la I Guerra Mundial. El que todavía se discuta la realidad de este genocidio -inexistente oficialmente para la Turquía de hoy y absolutamente ignorado en el resto de Europa- nos puede dar la medida de hasta qué punto la planificación del olvido puede alcanzar una eficiencia total.

Pero hay un momento particularmente significativo en la película de Egoyan, una cita que a buen seguro también interesaría al señor Ariel Sharon: Hitler avanzando decididamente hacia la "solución final" del problema judío amparado en la seguridad de que, tal como había sucedido con el genocidio de los armenios, el exterminio de los judíos se olvidaría asimismo muy pronto. De ser cierta la cita de Egoyan, Hitler estaba convencido de su capacidad para provocar la amnesia del mundo.

Una de las mayores glorias de un siglo de grandes desastres como ha sido el siglo XX es la memoria del exterminio judío. Es verdad que tuvieron que hundirse los muros del totalitarismo para que también se hundieran los del filisteísmo moral, pero lo cierto es que el fuego del holocausto ha sido mantenido vivo en el corazón de los últimos decenios. Debemos sentirnos orgullosos por esto.

En donde, pese a intentarlo, no logra penetrar la película de Atom Egoyan es en la esencia del miedo. Sus secuencias mostrando el terror de los armenios ante la aniquilación turca son sólo un pálido reflejo de aquélla. Tampoco las recreaciones del exterminio judío, y ni siquiera las fotografías de la época, nos pueden introducir mínimamente en lo que debió de ser el miedo de aquel niño judío de tres años que, al oír el macabro sonido de las botas de los soldados y quizá los gritos de los perseguidos y los disparos de los perseguidores, lloró inconsolablemente y, al fin, se derrumbó víctima de un shock neurológico que le acarreó una parada cardiorrespiratoria.

En lo que sintió este niño, en lo que sintió Lina, reside la esencia del miedo. La que debería gotear incesantemente sobre la mesa del poder.

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