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Columna
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Envejecer

Es el único argumento de la obra: envejecer, morir. Lo escribió Gil de Biedma antes de descubrir que no le iba a dar tiempo a lo primero. Envejecer, ésa es la gran cuestión, o morir engrosando la estadística de accidentes de tráfico o enfermedades raras. En los próximos años, como ya nadie ignora, se incrementará de manera espectacular el número de ancianos. Las legiones nacidas durante el baby-boom de los años sesenta (y setenta) hemos crecido mucho (sobre todo en centímetros y edad) y nos estamos multiplicando poco. La mayoría llegaremos a viejos en un mundo de viejos; en una sociedad llena de ancianos solitarios, elitistas residencias geriátricas y cuidadores hispanoamericanos arrastrando nuestras sillas de ruedas con chasis de carbono.

El próximo 1 de octubre se celebrará el Día Internacional de las Personas de la Tercera Edad. El enunciado es largo (como para dejar sin fuelle a un jubilado con problemas de asma) y podría abreviarse -hablando simplemente de un Día de los Viejos-, pero la alternativa es aún peor en algunos países de América: nada menos que Día del Adulto Mayor. El lenguaje políticamente correcto, tan bienintencionado, perpetra casi siempre esta clase de horrores.

El pasado 21 de septiembre se celebró otro día, el del Alzheimer, que nos alerta sobre otra variación del mismo tema, del único argumento de la obra de Jaime Gil de Biedma: envejecer es acumular cupones en la terrible tómbola de los señores Parkinson y Alzheimer. Más de medio millón de personas están diagnosticadas en España como enfermos de Alzheimer. La memoria, esa ciega abeja de amargura de la que hablaba Góngora o esa herida que allá donde la toques duele según Yorgos Seferis, será pronto para miles de viejos europeos una palabra sin ningún sentido. Mantener nuestros buenos y malos recuerdos será uno de los retos de las próximas décadas.

Entre nosotros, gracias a los residuos del antiguo sistema de valores que la autarquía criogenizó, los enormes costes sociales que acarrea el último tranco de la vida recaen en las familias (sobre todo en sus miembros del sexo femenino). Pero esto sucederá cada vez menos. Esos viejos socarrados en sus apartamentos parisinos durante el último mes de agosto podremos ser nosotros bajo el sol matacabras de un verano del año 2030.

Recordaba en estas mismas páginas Enrique Gil Calvo, en un estupendo artículo sobre el maltrato de la vejez, que en España el gasto público en protección de la vejez -pensiones, plazas hospitalarias y servicios sociales- es el más bajo de Europa. La soledad es dura, es cierto, pero siempre será preferible ser un anciano solitario en Francia o Alemania a ser un viejo malamente arropado por su exigua familia en nuestro país. Un viejo maltratado moralmente, tratado como un niño, como un ser incapaz de tomar decisiones (a no pocos los llevan a votar cogidos de la mano y con la papeleta en el bolsillo).

¿Merecerá la pena alargar de ese modo la vida? Habrá que averiguarlo y, sobre todo, respetar a esos hombres y mujeres a los que a veces sacan en la televisión cantando coplas o bailando lambadas imposibles.

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