Una biblioteca universal
Las iniciativas para promover el arte casi perdido de la lectura siempre son bienvenidas. Además, en torno a los libros se crean amistades y se afianzan sentimientos. "Toda biblioteca personal es ecléctica e ilustra no sólo nuestras discutibles pasiones presentes sino también, por su ausencia, pasiones futuras o posibles". Por Alberto Manguel
Hace unos meses fui invitado a las Novenas Jornadas Nacionales sobre Historia, Uso y Aprendizaje del Lenguaje Escrito que tuvieron lugar en Sevilla y a las que asistieron más de setecientos docentes de todos los rincones de España. La experiencia fue, para mí, extraordinaria porque me permitió conocer de cerca a quienes, con indecible tenacidad y optimismo, persisten en enseñar a las nuevas generaciones las artes casi perdidas de lectura y escritura. Lectura y escritura: no lecciones de automatismo y catequismo. Para estos devotos, enseñar a leer y escribir es la ardua tarea de formar seres diestros en el manejo del lenguaje, es decir, ciudadanos lectores, inquisitivos y racionales. Considerando la marea de obstáculos políticos, económicos y burocráticos a la que deben oponerse diariamente estos maestros (para asistir, muchos debieron pagar su propio viaje y alojamiento, muchos otros perdieron al hacerlo varios días de salario), opino que las jornadas de Sevilla tuvieron algo de milagroso. Desgraciadamente, el encuentro tuvo escasa publicidad: tales actos heroicos son poco apreciados en nuestra época y permanecen casi siempre secretos.
Todo libro no es sino el capítulo de una inmensa crónica cuyo principio no conocemos y cuyo fin apenas intuimos
Por supuesto, pocos gestos públicos alientan la tarea de estos enseñantes. Es por eso que comprobar, de pronto, que un periódico, dedicado supuestamente a la mera información diaria de publicidad, comercio y política, decide lanzar una biblioteca literaria, es una noticia regocijante. Oscar Wilde, con talento de provocador, opinaba que nadie tiene el derecho de indicarle a alguien qué leer y que toda lista de "buenos libros" tiene algo de impertinentemente canónica. "Decirle al público qué libros debe elegir resulta, por lo general, inútil o dañino, ya que el verdadero gusto por la literatura es una cuestión de temperamento, no de cátedra; no hay cartillas para el Parnaso, y nada que uno pueda aprender vale la pena aprenderlo. Pero decirle al público qué libros no leer es algo muy distinto, y me atrevo a recomendar esta misión a los Programas de Extensión Universitaria". Acto seguido, Wilde propone una lista de libros que, a su entender, no deben ser leídos nunca: las obras teatrales de Voltaire y la Historia de Inglaterra de Hume forman parte de su nómina de ex comulgados.
Felizmente, ni siquiera Wilde
podría tachar la biblioteca propuesta por EL PAÍS de canónica. El eclecticismo de un catálogo que incluye a George Orwell y a Pío Baroja, a Georges Simenon y a Augusto Monterroso, respeta la diversidad de temperamento de los secretos lectores a quienes está dirigida. Toda selección refleja la severa autoridad de quien salva unos pocos títulos y la generosa voz de quien sugiere algunos entre muchos. La selección de EL PAÍS destaca no sólo la virtud de los autores incluidos, sino la promesa de tantos otros ausentes.
Inevitablemente, toda elección es arbitraria. En 1931 o 1932, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares se encontraron por primera vez. Durante la conversación inicial, el ya aclamado autor de Fervor de Buenos Aires le preguntó al escritor adolescente qué autores admiraba "en este siglo o en cualquier otro". Bioy contestó: "A Gabriel Miró, a Azorín, a James Joyce". Borges, que no compartía esas predilecciones (excepto por James Joyce, y aun ésta con razonada moderación), comentó que la cierta abundancia verbal de esos autores debía sin duda entusiasmar a jóvenes lectores como Bioy. A lo largo de los años, Bioy modificó drásticamente su lista de escritores queridos, pero aquel primer testimonio permanece como prueba de que toda biblioteca personal es (la verdad sea dicha) curiosamente ecléctica e ilustra no sólo nuestras discutibles pasiones presentes sino también, por su ausencia, pasiones futuras o posibles. También (y esto es más importante) demuestra cómo la amistad crea bibliotecas, y cómo una biblioteca puede llevar a la amistad. Borges y Bioy acabaron compartiendo muchos autores queridos; Borges le ofreció a Bioy sus amados Kipling, Chesterton, Stevenson; Bioy le regaló a Borges Dino Buzzati, Léon Bloy, Julien Green. Ahora es imposible decir a cuál de los dos amigos pertenecen estas variadas literaturas.
Shelley, con optimismo, creía
que todo poema es un fragmento más o menos corto de un infinito poema universal. La sospecha es antigua. La regla dramática que Aristóteles quiso imponer a la obra teatral (unidad de lugar, de tiempo y de acción) parece un desesperado esfuerzo para dar coherencia a algo condenado al fragmento. No se le escapaba al tutor de Alejandro Magno que el mundo es ancho, complicado y ajeno, y que ninguna historia puede restringirse verdaderamente a un momento, a un sitio y a una situación. Toda historia hace eco de otras historias; todo libro no es sino el capítulo de una inmensa crónica cuyo principio no conocemos y cuyo fin apenas intuimos. Los libros elegidos por EL PAÍS forman sin duda buena parte de esta vastísima y entretenida obra. Los docentes que se reunieron en Sevilla les proporcionarán lectores que la recorran y comenten.
No sé que hubiera respondido yo, a los 18 o 19 años, a la pregunta de Borges. Hoy sé que mi selección de escritores admirados coincide en gran parte con la de los anónimos electores de EL PAÍS. No concibo un mundo feliz sin Un mundo feliz, de Aldous Huxley; sin las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar; sin La invención de Morel, de Bioy Casares; sin El hombre que fue jueves, de Chesterton; sin Viaje al fondo de la noche, de Louis-Ferdinand Céline; sin la Antología de amor y guerra, de Miguel Hernández. Mi antepasado adolescente hubiese (ahora recuerdo) elegido Las tribulaciones del joven Törless, de Robert Musil; El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso; La piel, de Curzio Malaparte; Los monederos falsos, de André Gide. Desde una distancia de 35 años, el lector que ahora soy acepta estos títulos con agradecida nostalgia.
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