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Columna
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La resaca

Siempre he pensado que este último artículo de fiestas, ciertamente epilogal, resulta más epilogal que cualquier otro. Las fiestas de Bilbao son las últimas de entre las de nuestras capitales. Por otra parte, cuando declinan las fiestas de Bilbao también empieza a declinar el mes de agosto. Es decir, el final de las fiestas de Bilbao es final por partida doble o triple.

La resaca de la Aste Nagusia reúne la resaca de todas nuestras fiestas, de todo nuestro verano agosteño. Uno se encuentra cada vez con más aguafiestas que confiesan: "No, yo el lunes que viene ya empiezo a trabajar". Es como si la regularidad laboral que nos invade a lo largo del año comenzara precisamente ahora a remontar el vuelo, a preparar su definitivo desembarco en nuestras vidas.

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Una ría de músicas

Jamás he disfrutado del domingo final de la Aste Nagusia. Si acaso, un vermú de aperitivo, pero ignoro qué es lo que ocurre más tarde, en esos espectáculos plañideros en que Marijaia se inmola hasta su próxima cita estival. ¿Cuál es el espíritu con que la gente participa de esa última tarde? ¿Con qué ánimo se afronta esa última copa, esa juerga agonizante y terminal? ¿De veras es posible divertirse? Es que prefiero no saberlo. Hay gentes para las que el domingo (cualquier domingo) por la tarde es un espacio neutro, tan bueno como cualquier otro para la diversión. En mi caso, el domingo por la tarde es un momento para la reclusión monacal, para la meditación, para un recogimiento casi místico, repleto de percepciones pesimistas.

Si cualquier domingo por la tarde nos resulta a algunos una especie de general eclipse de la vida, qué decir de ese maldito domingo final de la Aste Nagusia, un domingo que no sólo liquida un fin de semana, sino que liquida las fiestas de Bilbao, y la sucesión de fiestas capitalinas de Euskadi, y casi el mismo mes de agosto, y para muchos las vacaciones de verano. Maldito domingo donde los haya.

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Lo único bueno de todo esto es que, psicológicamente, hay que remontar, y remontar supone no ya regresar a la vida de siempre, sino también retomar esos proyectos que uno dejó en suspenso antes del arranque del verano. Al fin y al cabo, todos sostenemos, con mayor o menor grado de esperanza, proyectos e iniciativas. A todos nos espera algo: la compra de una nueva casa, esa conquista sentimental que dejamos a medias, la posibilidad de promoción en cierta empresa, las ganas de hacer un buen regalo a alguien. Incluso el fútbol. Para muchos lo mejor del final del verano es que vuelve el fútbol, ese fútbol asfixiante, acaparador, que en agosto sólo asoma de mentirijillas.

De todas estas claudicaciones es testigo el domingo terminal de la Aste Nagusia, y el lunes subsiguiente, el momento de agarrarse a nuevas esperanzas, a empresas económicas, sentimentales, familiares, propias de la vida corriente, del transcurso habitual de nuestras vidas. Las fiestas son un período de excepción, por mucho que algunos intenten prolongarlas acudiendo a unas y a otras, peregrinando por chupinazos o verbenas. Todo se acaba, y se acaba también esta ficción festiva.

En mi baúl de esperanzas secretas hay muchas cosas para el próximo ejercicio, proyectos de muy distinta naturaleza, cuya culminación se va a ir dosificando a lo largo de los doce meses que se abren por delante. Cuando llegue la próxima Aste Nagusia esas expectativas se habrán cumplido, o se habrán frustrado, o, lo que resulta más probable, habrán resultado algunas de ellas y algunas otras no. Sé que todo esto resulta críptico, pero basta para hacerse una idea que usted mismo, lector, repase su lista de objetivos para el curso que viene. Y quizás el año que viene podamos contrastar cómo han ido las cosas.

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