_
_
_
_
_
Reportaje:ÁFRICA, TRILOGÍA DE NYAMATA / y 3 | LECTURA

El hombre que mató a su mujer

Es imposible para un europeo viajar por Ruanda sin hacer comparaciones constantes entre lo que ocurrió allí en 1994 y el exterminio de los judíos a manos de los nazis. A veces, lo que viene a la mente son imágenes de películas. La historia de un hombre con el que he hablado combina el heroísmo de La lista de Schindler, el filme sobre el alemán que arriesgó su vida para salvar a judíos de las cámaras de gas, con la angustia de La decisión de Sophie, en el que Meryl Streep encarnaba a una madre obligada por los nazis a decidir cuál de sus dos niños debía morir.

En ambos casos, Hollywood estiró los límites de la credibilidad, en un retrato de la vida que, para la mayoría de los espectadores, representaba el extremo más absoluto de la experiencia humana. Ruanda, en el corazón del continente en el que empezó la vida, lleva esos límites más lejos. Fuera como víctimas o como cómplices de un genocidio en el que el promedio de personas asesinadas cada día -entre el desayuno y el almuerzo-, durante cien días, igualó el número de muertos en el World Trade Center el 11 de septiembre, todos los ruandeses han experimentado un horror de intensidad inconcebible para los europeos occidentales contemporáneos, e inimaginable para casi todo el resto del mundo.

La única bendición fue que los niños no tuvieron que ver con sus propios ojos lo que ocurría
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí
"Era una tumba muy poco profunda... pero, por suerte, se la llevaron a la iglesia católica de Nyamata", dice el viudo
"El jefe dijo: 'Coge esta panga y mátala. O te mataremos a ti'. Cogí la panga, la agarré con fuerza, pero no pude"
Más información
África: Trilogía de Nyamata / Kenia / Suráfrica
Leopold, el asesino
Las viudas del genocidio
Termina sin incidentes la primera jornada electoral en Ruanda desde la independencia en 1962
El presidente de Ruanda renueva su mandato tras las primeras elecciones desde el genocidio

Ahora bien, incluso en semejante contexto, la historia de Marcelin Kwibueta, que acaba de ser amnistiado tras pasar nueve años en prisión por matar a su mujer, es un caso aparte.

Para llegar al lugar al que Marcelin ha vuelto para vivir con sus siete hijos se va por carreteras por las que a duras penas entra el todoterreno, una subida tras otra en el llamado País de las Mil Colinas, y se llega cubierto de polvo. Un polvo rojo. La tierra de Ruanda es roja. Seguramente era roja antes del genocidio, pero llama la atención. Ochocientos mil cuerpos humanos cortados en pedazos en el país más pequeño y densamente poblado de África son mucha sangre. Y fue especialmente abundante aquí, en Nyamata, famosa en la propia Ruanda por su iglesia católica que se convirtió en el Auschwitz local, una fábrica de muerte.

Marcelin era razonablemente próspero, para lo habitual en la zona, hasta que se produjo el genocidio. Es decir, era un agricultor de subsistencia capaz de leer y escribir y que conseguía salir adelante con lo que producía su tierra, sobre todo plátanos que vendía o intercambiaba en los días de mercado. Como mínimo, alimentaba y vestía a su familia. Su hogar tiene muros de barro y carece de electricidad, pero dispone de algo que es un lujo aquí, suelos de cemento. Nos sentamos a hablar en una habitación de esa casa, prácticamente desnuda salvo por algunos taburetes y -en una especie de anhelo desesperado de otra vida más allá del mundo pequeño y terrible en el que habita- un mapamundi en una pared. No hay ventanas, pero es un alivio estar en la oscuridad, lejos del sol de mediodía, y una tranquilidad -teniendo en cuenta la conversación que nos espera- estar lejos de los niños, que juegan en el patio.

Marcelin es hutu. Su mujer era tutsi. Por eso la mató. Y eso es todo lo que sabía yo al entrar en su cabaña de barro.

Su aspecto es la primera sorpresa. Parece en forma, sano y bien alimentado, a pesar de haber estado casi una década en una de las prisiones más pobladas de la Tierra. No parece ni se comporta con arreglo a lo que se imagina en un asesino a sangre fría. Delgado, cuidado, joven para sus 47 años, va limpiamente vestido con una camisa amarilla y unos pantalones verdes. Tiene un bigote recortado y lleva un crucifijo colgado del cuello. Habla con suavidad, con poca emoción, sin ningún intento de suscitar ni simpatía ni escándalo. No gesticula, no eleva ni baja dramáticamente la voz. Simplemente, cuenta lo que pasó.

"Los asesinos llegaron a casa el 14 de abril, más o menos una semana después de que empezara el genocidio. Eran unos sesenta, todos armados con pangas o porras. Rodearon la casa, así que no había posibilidad de escapar. Les esperábamos. Mi mujer figuraba en una lista. Su familia era importante entre los tutsis de esta zona. Estaban todos en la lista". En realidad, todos los que murieron en el genocidio de Ruanda estaban en una lista. De acuerdo con las órdenes del Gobierno central de Kigali, las autoridades locales de cada pueblo y cada ciudad habían examinado certificados de nacimiento y otros documentos oficiales para elaborar las listas de la gente condenada a morir, que eran todos y cada uno de los tutsis del país. La preparación fue meticulosa. Parte del plan era denunciar como colaboradores -y, por tanto, condenarles también a muerte- a los hutus que no quisieran participar en la carnicería.

"Agarraron a mi mujer, la golpearon en la cabeza y la cortaron con una panga. Pero ella seguía en pie. El jefe del grupo me dijo que tenía que acabar con ella. Tenía que matar a mi propia esposa. Me resistí. No podía. Acababa de dar a luz a un niño. El niño tenía dos días. Pero no escucharon. Se enfurecieron. El jefe dijo: 'Coge esta panga y mátala. O te mataremos a ti'. Cogí la panga, la agarré con fuerza, pero no pude... la dejé caer al suelo".

Sin salida

Marcelin sabía que la situación no tenía salida. Su esposa -se llamaba Françoise y tenía 27 años- era una mujer muerta, tanto si lo hacía él como si no. Los asesinos ya habían estado ocupados en el barrio. Habían matado a los padres de Françoise, a sus hermanos, a sus sobrinos. En total, 20 personas. Habrían sido más si Marcelin no hubiera avisado a algunos otros parientes de su mujer, si no les hubiera ayudado a encontrar escondites. Pero no había podido actuar con la suficiente rapidez para ocultar a su familia. Eran demasiados. Él era demasiado conocido. Su única esperanza era que, como él era hutu, perdonasen la vida a su mujer. Pero, cuando vio la mirada que tenían los que fueron a su casa, supo que no había nada que hacer. A primera vista parecían seres humanos, pero tenía tantas posibilidades de razonar con ellos como si hubieran sido una jauría de hienas. Habían perdido la capacidad de compasión. El instinto sanguinario se había adueñado por completo de ellos.

La única bendición fue que los niños no tuvieron que ver con sus propios ojos lo que ocurría. Cinco de los hijos de Marcelin eran de su primera mujer, que había muerto por causas naturales. Ella era hutu, así que, teóricamente, los niños no corrían peligro. Pero eso valía también para los tres hijos de Françoise, de dos y cuatro años, además del recién nacido, porque en Ruanda existe la idea de que la identidad étnica se transmite por línea paterna. "Los niños estaban presentes cuando llegaron los asesinos, pero éstos les dijeron que se fueran. Antes de que salieran, mi mujer habló un instante con ellos. Habló con mi hija mayor, que entonces tenía 12 años, y le pidió que cuidara de los niños después de su muerte. Luego abrazó a cada uno y les dijo adiós. Y los niños se fueron".

Entonces fue cuando los hombres ofrecieron a Marcelin su elección imposible. "Dijeron que, si no mataba a mi mujer, asesinarían a todos mis hijos y destruirían mi casa, para luego matarme a mí. Varios empezaron a perseguir a los niños, a los que mi hija mayor se estaba llevando por la carretera hasta un lugar detrás de unos plátanos, desde donde no podían ver la casa. Mi mujer me miró, desesperada. Me rogó: '¡Mátame! ¡Mátame ya, por favor!'. Nos fuimos a la parte posterior de la casa, para asegurarnos de que no nos vieran los niños, aunque ellos sabían exactamente lo que ocurría. Cogí una azada, una azada larga, para darle con ella. Estaba como ciego. No podía ver. La golpeé una y otra vez, en la parte posterior de la cabeza, hasta que murió".

Había pensado preguntarle si tuvo tiempo de decirle unas últimas palabras a su esposa. Había pensado pedirle que me describiera aquellos últimos momentos de agonía antes de matarla, pero llega un momento -y éste lo es, sin ninguna duda- en el que hay que contener la curiosidad periodística, en el que hay que sopesar el impacto del reportaje que se va a escribir frente a los sentimientos de la persona a la que se está entrevistando. No se derrumba entre sollozos como habría sido razonable esperar que hiciera en el momento del relato en el que declara muerta a su mujer. Pero su voz, casi monótona durante las dos horas que pasamos juntos, sí es uno o dos registros más baja. Y, a través de la piadosa oscuridad de la habitación, me parece vislumbrar unos ojos llorosos.

Lo que ocurrió a continuación, prosigue Marcelin reanudando su relato, fue que, con la ayuda de algunos vecinos hutus, enterró rápidamente a su mujer en el mismo lugar en el que la había matado. Luego se fue con los asesinos, una banda ambulante, que recorría sin cesar el territorio en busca de más presas tutsis. ¿Por qué se fue con ellos? "Porque me obligaron. Otra vez me encontré sin opción. Tenían sospechas de que había ayudado a algunos tutsis y querían vigilarme". ¿Y obligarle a matar a otros? "Sí, pero no pude. Por ejemplo, descubrieron a una chica de 18 años a la que había ayudado a esconderse en mis tierras. Me ordenaron que la matara. En esta ocasión, cuando me negué, los demás se apresuraron a despedazarla. Era otra familiar de mi mujer".

Dice que nunca mató a nadie durante las semanas que pasó con los cazatutsis. "Pero, cuando perseguíamos a alguien, sí participaba. Ayudé a capturarlos". Eso sí, sólo cuando daba igual que se mostrara dispuesto o no. Y sostiene que hizo buen uso de su presencia forzosa. "No estaba con el grupo todo el tiempo y, cuando estaba por mi cuenta, avisaba a la gente de que se aproximaban o les ayudaba a esconderse. También daba al grupo informaciones falsas y les llevaba a lugares equivocados, para confundirles y dar a la gente oportunidad de escapar".

De pronto, la hija mayor que tuvo con Françoise entra en la habitación. Se llama Muchashyka. Tiene 12 años y lleva un vestido blanco extrañamente adornado, como el que debió de llevar para hacer la primera comunión. Porque Marcelin es católico practicante como la mayoría de los ruandeses. El padre le dice a la niña que se vaya. ¿Alguna vez le ha preguntado la niña sobre lo que pasó? Le pregunto si el problema al que se enfrenta ahora la gente en todo el país es cómo vivir junto a los 40.000 asesinos que acaban de salir de la cárcel con una amnistía como la suya, ¿qué pasa con él, que tiene que vivir en la misma casa que los niños a cuya madre mató?

La niña sabe lo que pasó

"La niña sabe lo que pasó, pero no hace preguntas. Es más, al terminar el genocidio en 1994, su tío vino a ver la tumba y le preguntó a Muchashyka qué había ocurrido. Ella no tenía más que cuatro años, pero le dijo: 'Mi padre la mató, con un grupo de hombres'. Entonces me detuvieron y me enviaron a prisión". Insisto: ¿pero qué piensan los niños? Llama a su hija mayor, Claudette, que ahora tiene 22 años, para que se siente con nosotros. Claudette, de aspecto saludable y fuerte, cosas que ha necesitado ser durante los últimos nueve años, se sienta en el suelo y, con la mirada fija en la distancia, empieza a hablar, y hablar, y hablar, para corroborar el relato de su padre y revivir la serie de calamidades, casi increíble, que ha llenado su joven vida. "Vivíamos felices con Françoise. Llevaban días buscándola y ella siempre encontraba un sitio en el que esconderse con ayuda de mi padre. Hasta que un día, el día en el que la mataron, decidió que ya no podía más. Dijo que estaba harta de esconderse. Nos dijo adiós. Fue muy triste. No fue culpa de mi padre. No pudo hacer nada. No tenía elección, y ella lo sabía. Siempre habíamos vivido felices con ella. Me dijo que tenía que ser la madre de la familia y rogó a los hombres que no la mataran delante de sus hijos".

Samaritanos

Cuando su padre se fue con los asesinos, Claudette logró encontrar a unos buenos samaritanos, como dice ella, para que cuidaran del niño recién nacido. Pero el bebé murió un mes después, de neumonía. Cuando detuvieron a su padre, les quitaron la casa y ella se fue con sus seis hermanos a otra ciudad a 50 kilómetros de distancia (un viaje épico en Ruanda para gente probre), para vivir con su abuelo paterno. Él murió un par de años después y, con una historia cuyos detalles merecen ser contados en un libro, Claudette sobrevivió de la misma forma que lo han hecho cientos de miles de familias huérfanas en Ruanda desde el genocidio: a pesar de tener todo en contra y con la oportuna ayuda en los momentos verdaderamente desesperados de bondadosos desconocidos.

Marcelin se pudría en prisión. "Conté la verdad de lo que había ocurrido inmediatamente después de ser detenido y, como había supervivientes tutsi que podían confirmar mi historia, estaba seguro de que pronto me concederían la libertad. Pero el tiempo pasaba y yo seguía en la cárcel. Enfermé. Padecía asma. Claro que lo peor era la preocupación por mis hijos, por cómo iban a sobrevivir. Pero Claudette ha sido muy fuerte. Todavía hoy sigue cuidando de los niños".

Seguía en la cárcel porque el sistema judicial en Ruanda ha sido el caos. Un país tan pequeño y tan pobre no está equipado para mantener a 120.000 personas en prisión. Pero no tienen más remedio que encerrarles, plenamente conscientes de que un número similar de asesinos, por lo menos, permanece en libertad. No obstante, las autoridades locales de Nyamata han confirmado la veracidad de la historia de Marcelin y se han encargado de que le devolvieran su casa. "La gente de aquí sabe que he pecado, pero que no soy culpable, porque saben que hice lo que hice debido a presiones que no pude resistir y saben que ayudé a gente a sobrevivir".

Salimos a la parte posterior de la casa. Es un lugar hermoso, campos llenos de plátanos de anchas hojas y colinas verdes alrededor. Me lleva al sitio exacto en el que mató y enterró a su mujer. Ya no está allí. "Era una tumba muy poco profunda... pero, por suerte, se la llevaron a la iglesia católica de Nyamata", dice el viudo, con la mirada fija en la tierra roja. "Allí tuvo un entierro digno, un gran funeral por los miles de habitantes que fueron asesinados. Me alegro de que fuera así. Yo no tuve tiempo de enterrarla como era debido. Me obligaron", explica como disculpándose, como si le hablara a su difunta esposa.. "Es que me presionaron tanto...".

Mañana: Los guerreros del sida de Kenia.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_