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Columna
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Veinticinco años

Ya son casi veinticinco años. Se dice fácilmente. La efemérides no va a pasar desapercibida fuera. No sé si otras cadenas extranjeras, pero la televisión pública irlandesa ya está recorriendo la piel del toro, indagando, preguntando, viendo y tomando nota para el documental que emitirá en octubre. Y puesto que, al fin y al cabo, a uno le tocó nacer por aquellos pagos y tiene allí su etiqueta de hispanista trasterrado, ha llegado hasta el Valle de Lecrín un equipo de pelirrojos con la sana intención de saber mi opinión de lo conseguido, y no conseguido, desde la aprobación de la Magna Carta en 1978.

Me interesó poner el énfasis -al margen de Madrid, Marbella, las recientes obscenidades del presidente Aznar, el fiasco del chapapote y demás miserias y chapuzas del momento- sobre la normalidad democrática de España cinco lustros después de ratificada la Constitución. Y sobre un hecho fundamental. Que por vez primera, después de turbulencias seculares, los ciudadanos españoles afrontan ahora con cierta confianza el futuro y no, como según Américo Castro era antes habitual, "desviviéndose". Lo cual no es moco de pavo. Han sido años que, vistos con la debida objetividad, resultan extraordinariamente positivos.

¿Cómo no recordar, por asociación, el mar de propaganda franquista que inundó en abril de 1964 los departamentos de Español de Irlanda y de Gran Bretaña -y supongo que los del mundo entero- para proclamar los "veinticinco años de paz" que acabara de brindar a sus afortunados compatriotas el Generalísimo de España por la Gracia de Dios. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué manera de tergiversar la verdad histórica!

Los irlandeses querían saber qué cambio de actitudes registrado a lo largo de estos veinticinco años de tan diferente signo me parecía el más significativo o llamativo. No tuve que pensarlo dos veces: la desaparición del complejo de inferioridad ante el hecho de Europa, y sobre todo ante el hecho de Francia. En 1978 Francia era el gran enemigo y los franceses gentuza soberbia y despreciativa de todo lo que no fuera francés, empezando con los españoles. Era inútil expresar otro punto de vista más racional. No servía para nada mentar la Revolución, entonar las excelencias de la cultura gala o del idioma, nombrar a Flaubert o a Debussy, agradecer la libertad francesa en el amor. ¿Y hoy? Apenas queda rastro de aquel viejo resentimiento tan aburrido. Ha habido un enorme cambio.

¿Y el mundo árabe? Insistí ante mi interlocutor -hay que aprovechar cada oportunidad- sobre el papel único e intransferible que le espera a España, el día que se reconcilie con su pasado multicultural, como puente de entendimiento entre Oriente y Occidente. Y subrayé, cómo no -con un libro de Juan Goytisolo sobre la mesa- la crucial importancia de Andalucía en este proceso.

¿Me sentía optimista, en resumen, ante las perspectivas que se ofrecen? Sin lugar a dudas, dije, pero añadí que anda suelto por el solar patrio no poco incivismo, que los índices de lectura son de entre los más bajos de Europa, que hace falta todavía un gran esfuerzo y, cuanto antes, un Gobierno de talante progresista.

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