Ni Obra ni Pía
Exteriores tomará cartas en una institución anacrónica que hace del embajador de España ante la Santa Sede un potentado
El turista español que se haya arriesgado a pagar el precio elevado de cualquier consumición en uno de los cafés del lado noroeste de la célebre plaza Navona de Roma -el que mira a la iglesia de Santa Inés y a su ondulada fachada barroca- no sabrá, probablemente, que se sentó en dominios del embajador de España ante la Santa Sede. Pero es el caso que todos los locales y pisos levantados sobre los casi 100 metros que tiene el largo de la plaza pertenecen a una Obra Pía o fundación canónica que, desde principios del siglo XVIII, controla con mano férrea el diplomático que comunica al Estado español con el Papa. Él elige al inquilino y fija la renta que, finalmente, grava el café del turista. Con una excepción. La iglesia de Santiago, de blanca fachada renacentista, que, tras ser el primer templo nacional español en la capital del cristianismo, fue vendida a comienzos del siglo pasado con la disculpa, falsa, de que amenazaba ruina.
La Obra Pía costeó la Embajada de Franco ante Mussolini y alojó las oficinas de Falange
La historia, casi secreta, de la Obra Pía Establecimientos Españoles en Roma, una institución que por voluntad de sus píos fundadores tendría que estar dedicada a dotar a doncellas en apuros, a socorrer a peregrinos y al cuidado espiritual de almas difuntas, está trufada de episodios oscuros como éste y de arbitrariedades en el uso de un ingente patrimonio integrado por unos 40 inmuebles con cerca de 400 unidades inmobiliarias, entre pisos y locales desplegados sobre los terrenos más caros de la capital. Un patrimonio que, para comenzar, no ha sido tasado nunca.
Limitando la atención a la edad contemporánea de esta crónica, basada en informaciones de personas que durante las últimas tres décadas han tenido responsabilidades sobre el tema, hay datos suficientes para asegurar que, en el ambiente laico de los años treinta del siglo pasado, este capital inmobiliario -que no es propiedad del Estado español, aunque el embajador lo administre-, financió el Instituto de España; que, durante los años 1936 y 1937, costeó la flamante Embajada de Franco ante Mussolini con un crédito que nunca fue reembolsado; que, en los años cuarenta, dos de sus pisos situados en la elegante Vía Frattina sirvieron de sede a las oficinas romanas de la Falange Española; que algunas de sus mejores propiedades albergan todavía hoy, a precios que hasta hace apenas una década fueron de verdadero saldo, el consulado y la agregaduría de la Guardia Civil, entre otras dependencias diplomáticas españolas, y a funcionarios de esas mismas delegaciones.
Por no hablar de la agencia estatal de noticias, Efe, que ocupa la primera planta de un magnífico palacio de Piazza Navona. Hasta primeros de la pasada década tuvo por vecino a un Pacelli que, al calor de su parentesco con Pío XII, instaló allí su oficina. No es el único apellido italiano célebre entre los inquilinos del embajador de España. El fallecido periodista Indro Montanelli, premio Príncipe de Asturias en 1996, tuvo 190 metros cuadrados sobre la misma plaza, aunque no como inquilino, sino por un usufructo vitalicio que logró al donar a la Obra una propiedad situada en la cercana Vía Giulia.
Claudio Martelli, en tiempos brazo derecho del primer ministro socialista Bettino Craxi, es el más célebre de los políticos italianos contemporáneos que, gracias al embajador español, consiguieron un pied-à-terre elegante y barato en Roma. Jerarcas del fascismo obtuvieron en su día pisos en la Vía del Monserrato y otras calles romanas, por la misma benevolencia que franqueó el acceso a un apartamento de la Obra Pía a alguna amiga de Amintore Fanfani. El prócer democristiano, bajito y con fama de mujeriego, era objeto preferente de las atenciones de Alfredo Sánchez Bella, quien, como embajador de España en Roma, se ocupó de las relaciones con la Democracia Cristiana durante los años 60. En este gotha mundano, las Hermanas de la Cruz destacan como el único instituto religioso que se beneficia de un piso, modesto en su caso, de la Obra.
No hay, pues, ninguna novedad histórica en la noticia de estos días de que Alberto Michelini, diputado de Forza Italia, y Stefania Pretigiacomo, ministra de Silvio Berlusconi, se pelean porque el actual embajador ante la Santa Sede, Carlos Abella Ramallo, les alquile el piso que fue de Montanelli. Lo único nuevo es que Abella ha sido incapaz de evitar el escándalo sobre un tipo de gestión que, en el pasado, si acaso, sólo suscitó rumores. Los enfrentamientos del embajador con personal de su delegación, en especial con su número dos, José Julio López-Jacoiste -quien fue cesado tras cuestionar la decisión de su superior de contentar a Michelini con un precio de favor-, han facilitado que el incidente salte a la prensa.
Todo en él se da de bruces con el secreto que rodea a una institución cuyas propias reglas de funcionamiento, recogidas en sucesivas órdenes aprobadas por Ramón Serrano Suñer en 1940, por José María Castiella en 1956 y por Josep Piqué en 2001, son secretas. Sólo las de Castiella fueron publicadas como orden. Las demás, son meras normas de régimen interno del Ministerio de Asuntos Exteriores y su valor jurídico frente a terceros es, por la misma razón, escaso.
Se sabe que la Obra se rige por una junta de siete personas, de las que cuatro son designadas directamente por Exteriores: el embajador ante la Santa Sede, que es el gobernador; su ministro consejero, que es vicepresidente; el primer secretario de embajada, que actúa de secretario, y el rector de Monserrat, la iglesia nacional española en Roma. Hoy el Gobierno consulta su candidato para ese cargo eclesiástico con el Vaticano, pero hasta hace un lustro simplemente comunicaba el nombramiento. El sueldo del rector de Monserrat lo paga, además, la Obra Pía.
Se comprende que en esa junta, completada por el rector de San Pietro in Montorio, por un canónigo español del Vaticano y por otro de Santa María la Mayor, el embajador es soberano. Hace y deshace con el poder absoluto que le otorgó la norma de Castiella. El embajador de España ante la Santa Sede es, por ello, uno de los diplomáticos más cortejados socialmente en Roma, donde nunca falta cardenal, princesa o senador que busque un piso céntrico, noble y posiblemente barato, para sí, para un amigo o para una sobrina que se casa.
La nueva norma de 2001 ha establecido, sin embargo, que el vicepresidente de la junta debe firmar los contratos de alquiler. López-Jacoíste amenazó con no rubricar el de Michelini, y por ahí saltó su conflicto con Abella. Por lo demás, los controles externos de la Obra Pía se limitan a la obligación de presentar al subsecretario de Exteriores un presupuesto y unos resultados anuales. Desde 2001, entrega también una auditoría anual independiente, pero, como la fundación no es propiedad del Estado, el interventor de Hacienda no controla ninguna de estas cuentas.
En el último ejercicio cerrado, la Obra Pía contabilizó unos ingresos cercanos a los 3.600.000 euros y dedicó aproximadamente 1.900.000 euros a conservar y restaurar su propio patrimonio. El coste de mantenimiento de la Iglesia de Monserrat fue del orden 39.000 euros, más otros 18.000 de gastos generales. Unos 91.000 euros más fueron dedicados al llamado Centro de Estudios Eclesiásticos, ligado a la misma iglesia, que da becas a sacerdotes españoles para estudiar en Roma.
A las misas por los difuntos fundadores de la Obra se asignaron unos 50.000 euros; otros 63.000, a obras de caridad diversas y 3.000 al mantenimiento del Panteón Español, última morada de los españoles indigentes que mueren en la capital italiana.
Hay que rebuscar entre estos datos para dictaminar si la Obra Pía española en Roma es fiel al canon 1.300, que, bajo el título "De las pías voluntades y de las fundaciones pías", establece: "Debe cumplirse con suma diligencia, una vez aceptadas, las voluntades de los fieles que donan o dejan sus bienes para causas pías por actos inter vivos o mortis causa, aun en cuanto al modo de administrar e invertir los bienes". El Código Canónico mira, por tanto, también, a quién disfruta de las propiedades de la Obra.
Mantener la presencia de la Iglesia española en Roma y rezar por los difuntos, entre otras caridades menos definidas, han terminado por ser los dos objetivos básicos de la Obra Pía en un mundo en el que resulta improbable encontrar doncella a la que dotar y en el que los peregrinos viajan por agencia, con billete de ida y vuelta. La vocación actual de esta institución es, por fuerza de los tiempos, menos romántica que la que inspiró a las decenas de padres fundadores que, con su entrega económica, crearon la Obra Pía de Aragón y Cataluña, en el siglo XIV, y la de Castilla y León, en el siglo XV.
Ambas fundaciones mantuvieron, incluso una vez fusionadas, la tradición democrática de regirse por un amplio Consejo llamado "de los Cuarenta", hasta que Felipe V tomó las riendas del asunto. El primer Borbón instalado en Madrid se hartó, en efecto, de las maquinaciones que el abate Julio Alberoni, mediador de su matrimonio con Isabel Farnesio, urdió para recuperar Cerdeña y Sicilia después de que fueran cedidas por el Tratado de Utrecht, en 1713. El rey aborreció, sobre todo, el apoyo del Papa Inocencio XIII a este jesuita, que, como primer ministro, condujo a España a una nueva y grave derrota tras la Guerra de Sucesión. Con esas tensiones por contexto, Felipe ordenó a su embajador en Roma que tomara el control de la Obra Pía en calidad de gobernador.
Y así ha seguido hasta hoy. El tiempo llegó a trocar en una cierta complicidad el enfrentamiento inicial entre el Estado y la Iglesia por este asunto, sobre todo desde que la España del siglo XIX peleara en los tribunales italianos hasta salvar este importante patrimonio de las desamortizaciones de Garibaldi.
En fecha reciente, el cambio más importante se dio a mediados de los últimos años noventa, cuando la Obra Pía se acercó al mercado. Hasta entonces, los alquileres en Roma se regían por el llamado aequo canone, una renta legal y reducida que, en la práctica, nadie respetaba, salvo la institución española y otras que no podían operar en negro. Ello tenía dos consecuencias: por un lado, que el patrimonio de casas históricas languidecía, al no haber fondos para conservarlo; por otro, que su gestión era muy sencilla, ya que la renta no se discutía y el único problema podía estar en la selección del inquilino.
Pero en 1992, el Gobierno de Giuliano Amato terminó con los alquileres reglamentados. El entonces embajador de España ante la Santa Sede, Pedro López de Aguirrebengoa, propuso a su ministerio una nueva línea de actuación para aproximar paulatinamente, teniendo en cuenta circunstancias personales, las rentas de las viviendas al 50% al menos de su valor de mercado, y subir sin contemplaciones los alquileres de los locales comerciales. Exteriores aceptó que la renta de su consulado en Roma subiera de unas 80.000 pesetas mensuales a más de 800.000.
Es materia reservada y hay pocos datos concretos, pero parece ser que no todas las rentas han seguido el ritmo ascendente de la del consulado. La entrada en el mercado ha sido, no obstante, una revolución para la Obra Pía. Para empezar, su censo de alquileres se ha renovado sustancialmente, con la inclusión de nuevos inquilinos con rentas competitivas, entre ellos, el corresponsal de este diario. Apenas quedan ya funcionarios en pisos de la fundación.
Su patrimonio ha recuperado, además, un valor comercial que bastaría para sustentar cualquier empresa inmobiliaria de medianas dimensiones, y la Obra Pía tiene sólo un administrador italiano, uno de los mejores pagados de Roma, con menos de media docena de colaboradores.
El enfoque de mercado ha introducido una variable adicional en la gestión. Se trata del precio del alquiler, capaz de suscitar nuevas polémicas, ya que las sospechas de favoritismo no derivan ahora únicamente de la selección del inquilino sino del precio pactado. El enfrentamiento registrado ahora entre el embajador español y su ministro consejero se centra, en efecto, en que el primero quiere alquilar por 4.000 euros mensuales un piso que en el mercado lograría fácilmente los 6.000 euros.
La Obra Pía afronta todos estos problemas con una debilidad jurídica estructural que la vuelve muy vulnerable. No tiene personalidad en España, porque el Gobierno no la ha inscrito como fundación canónica en el Registro de Entidades Religiosas. Pero tampoco ha tenido personalidad jurídica en Italia hasta fecha tan reciente como mediados de los noventa del siglo pasado. Una sentencia judicial sobre un recurso presentado por la Obra Pía por motivos fiscales le reconoció esa personalidad, en tanto que institución eclesiástica amparada por el Tratado de Letrán, que normalizó las relaciones de Italia con la Santa Sede. Este reconocimiento no deja de presentar problemas, ya que la Obra no cumple en muchos aspectos con la legislación italiana en materia de fundaciones.
Es improbable que ocurra, porque incluso cuando carecía de toda personalidad jurídica, la Obra Pía lograba perseguir en juicio a los inquilinos morosos y hasta vendió un inmueble, a mediados de los últimos años ochenta, al Senado italiano. Pero la posibilidad teórica de que Italia, por motivos territoriales, o la Iglesia, por un eventual incumplimiento de sus fines canónicos, reivindiquen el patrimonio de los Establecimientos Españoles en Roma está siempre abierta.
Queda, además, la cuestión de cómo debe ser administrada. ¿Haciendo un uso simplemente comercial de sus bienes, o aplicándolo a las pías voluntades de los testadores como dice el Código Canónico? ¿Con una gestión comercial agresiva, o moviéndose en una fase baja del mercado, como corresponde a una entidad no especulativa? ¿Apostando por el mejor postor, o por el inquilino que ofrezca más confianza de cara al pago de la renta y a la conservación del patrimonio?
Falta criterio y sobra discrecionalidad del embajador, que puede o no ser razonable. Sucesivos inquilinos del Palacio Monaldeschi, la prestigiosa sede de la Embajada de España ante la Santa Sede, han informado discretamente al ministerio de estos problemas y han propuesto soluciones. Hasta aquí, Exteriores prefirió la vía del oscurantismo. El último en rebelarse contra la situación ha sido José Julio López Jacoíste, y ello puede costarle el final de su carrera, a los 68 años.
Pero el incidente ha servido para algo. La subsecretaria de Exteriores, María Victoria Morera, confirmó ayer a este diario que próximamente viajará a Roma para interesarse por la situación de la Obra Pía. El ministerio ha contratado, además, a Antonio González Olabarría, un abogado del Estado jubilado, para que elabore un amplio informe en el que se afronte, en primer lugar, la solución más conveniente del problema de la personalidad jurídica. A partir de ahí, se abordará la redefinición de los objetivos de la Obra para adaptarlos a los tiempos modernos, y se fijarán pautas de gestión que regulen la actuación del embajador de turno.
La subsecretaria de Exteriores aspira a sentarse en la junta de la Obra Pía de Roma, como se sienta en la Obra Pía de los Santos Lugares de Jerusalén, que tiene todos sus problemas resueltos.
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