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Columna
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Mundialización y desigualdad

La mundialización, ni es un proceso nuevo ni asume una única modalidad. Edgar Morin ha insistido en las diversas fases mundializadoras, en las que la conquista de América y la expansión colonial de los países occidentales representan los dos vectores más significativos, así como su plurivocidad, desde lo cultural, lo económico, lo social y lo político hasta su concreción más acabada, la financiera, a la que habría que reservar el término de globalización. La dominante negativa de este conjunto de manifestaciones tiene, sin embargo, para el pensador francés, su compensación en la mundialización del humanismo de la tolerancia y en la universalización de los principios y valores democráticos. En cualquier caso, los dos factores más determinantes de este conjunto de fenómenos son el desarrollo tecnológico, por un lado, y por otro, aquellas ideologías que empujan a la apertura internacional, sobre todo en el campo económico. La mayor parte de los debates sobre los efectos de la mundialización giran en torno de dos grandes temas: el aumento / reducción de la desigualdad y la uniformización / diversidad cultural. Las organizaciones empresariales y los think-tanks de las multinacionales son los que, tomando pie en el arsenal doctrinal del neoconservadurismo económico y haciendo un uso pro domo sua de los datos estadísticos, defienden la función positiva de la mundialización al promover el crecimiento, en especial en los países del Sur, y al imponer su transformación social.

Por el contrario, desde posiciones representativas del mundo del trabajo y en general desde las opciones de progreso, se reconoce la difícil evitabilidad del fenómeno mundializador, pero se critica la forma que ésta ha revestido en la última década, en particular por lo que toca a la globalización financiera. Para estos críticos, la mundialización ha reducido la movilidad social de los Estados, reforzando la estabilidad de su ranking en los niveles superiores y enclaustrando en los puestos inferiores a los países más pobres. Benjamin Friedman, apoyándose en el Informe sobre el desarrollo mundial de Naciones Unidas del año 2001, afirma que de los 50 países que tenían la renta más baja por habitante en 1990, 33 disminuyeron aún más sus índices en 1999, lo que, si los comparamos con Europa, supondría que cualquiera de ellos necesitaría 75 años para alcanzar el nivel de vida de Grecia, el más bajo de Europa. Aunque hablar de igualdad / desigualdad entre países, sea cuestión de difícil manejo, tanto por los numerosos índices que existen para su medición -de los cuales el de Gini es el más conocido- como por la diferencia entre valor nominal de la riqueza y su equivalencia en capacidad adquisitiva, existe una gran convergencia entre los expertos respecto al aumento efectivo de la desigualdad entre países. Una de las excepciones más citadas en España desde la derecha política y empresarial es el estudio de Xavier Sala y Martín -The disturbing rise of global income inequality, Cambridge, NBER-, según el cual la desigualdad entre naciones habría bajado del 5% entre 1970 y 1998 si relacionamos las cifras del PNB de cada país con las de su población y si tomamos como referencia la capacidad adquisitiva de las rentas nacionales. Esta tesis, muy minoritaria, ha sido desmontada desde dentro del Banco Mundial en diversos estudios, pero sobre todo en el de Branco Milenovic y M. Lundberg (Globalization and inequality, Washington World Bank), que muestra el aumento de la desigualdad y que los análisis en los que se ha llegado a un resultado distinto estaban subevaluados en casi el 20%. El evidente crecimiento global en determinadas áreas ha sido simultáneo del aumento de las desigualdades debido esencialmente a que la movilidad internacional no ha sido de trabajo y de personas, sino de capitales, que tienen un efecto corrector muy inferior. La mayor sensibilidad europea en relación con EE UU a estos efectos negativos se debe a que los norteamericanos tienen una mayor aceptación de la desigualdad, como han puesto de relieve los estudios de Di Tella y Mac Culloh y el libro de Kevin Philipps Wealth and democracy (Broadway Books, Nueva York, 2002). Si se quiere de verdad atenuar las desigualdades hay que comenzar sustituyendo la primacía de la movilidad financiera por la de los factores realmente promotores de igualdad, que son las personas, los bienes y servicios.

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