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Columna
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'Demo-franquismo'

Enrique Gil Calvo

Agoniza entre alcantarillas urbanísticas el peor curso político que se recuerda de las dos legislaturas de Aznar, dando sus últimas boqueadas en la Asamblea de Madrid mientras el presidente programa la puesta en escena de su autosucesión. Pero no por eso concluye el aznarato, que sólo está iniciando su paso del ecuador hacia una segunda parte protagonizada por el valido designado para ocupar el escenario, mientras su padrino se retira tras las bambalinas a gobernar desde la sombra sin control ni rendición de cuentas. Por eso, una vez iniciado el aparente eclipse político de nuestro pequeño rey sol, parece llegado el momento de hacer algún balance provisional, evaluando el saldo contable que arroja la primera parte del aznarato.

El saldo económico es bueno en términos de crecimiento, pero su calidad es muy baja, pues los desequilibrios son crecientes y la desigualdad se ha extremado, abriéndose un abismo entre las clases beneficiarias -titulares de valores inmobiliarios- y las excluidas del sistema -mujeres, inmigrantes y jóvenes sin cualificar-. El saldo exterior es pésimo, con ruptura de compromisos diplomáticos y una privatización de las Fuerzas Armadas que las condena a la miseria chapucera. El saldo doméstico tampoco es mejor, dada la quiebra de los servicios públicos, la creciente inseguridad ciudadana y la contrarreforma educativa. Pero el saldo político aún es peor, si tenemos en cuenta la domesticación de la justicia, el secuestro de la opinión pública, la proscripción del nacionalismo periférico y la condena de toda oposición, perseguida por su presunta conjura antiespañola.

Por eso, comparando 2003 con 1996, no cabe duda de que España va de mal en peor -aunque no se lo crean los propietarios deslumbrados por la inflación de la burbuja inmobiliaria-. En su libro España puesta a prueba, 1976-1996 (Alianza, 1996), Víctor Pérez Díaz expresaba su confianza en que los españoles sabrían extraer un aprendizaje cívico de la experiencia sufrida con los escándalos del fin de etapa socialista. Pero no ha sido así, pues la segunda transición impuesta por Aznar ha venido a empeorar todavía más la dudosa calidad de nuestra democracia. Lo cual hace temer que, lejos de progresar, estamos padeciendo una regresiva involución hacia el pasado, de acuerdo al determinismo de la inercia histórica propuesto por el Nobel Douglass North con su concepto de path dependency.

El verdadero balance de la ejecutoria de Aznar ha sido devolvernos al viejo franquismo sociológico del que hablaba Amando de Miguel a fines de los sesenta: ese implícito apoyo de las nuevas clases medias urbanas a un régimen autoritario que si bien las excluía políticamente también las sobornaba con pisos en propiedad, algunos derechos sociales y selectivas oportunidades para medrar. De ahí el éxito nostálgico de ciertas series de televisión que idealizan aquella época, acompañando a la contrarreforma educativa que nos devuelve un nacional-catolicismo de rostro humano. Por supuesto, hoy se trata de un franquismo no dictatorial sino electoral, pues a los ciudadanos se les da ocasión de rechazarlo en las urnas -por muy amañadas que estén por la manipulación mediática de la opinión pública-. Por eso cabe definir el aznarato como un franquismo democrático -o demo-franquismo-, que se legitima con una democracia exclusivamente electoral: una democracia sin demócratas, carente de contenido real.

Pero a su vez el franquismo representaba la continuidad histórica de la Restauración canovista: una democracia de fachada, oligárquica y excluyente, basada en el caciquismo local de los terratenientes. Y lo mismo sucede con el aznarato, igualmente patrimonial y oligárquico, que excluye fuera del sistema a socialistas y nacionalistas y sólo se funda en el caciquismo territorial, aunque ya no sea el de los terratenientes sino el de los especuladores inmobiliarios. Por eso no resulta extraño que finalmente se recurra también, como acaba de suceder en Madrid, al más viejo pucherazo electoral.

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