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Columna
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La infamia

Antonio Elorza

Recuerdo el caso de un joven historiador que al estudiar el tema clásico de la relación entre los empresarios catalanes y el pistolerismo en la Barcelona de 1920 lo resolvió con una absolución de los primeros. Efectivamente ningún documento de la patronal contenía la condena a muerte de dirigentes de la CNT, del mismo modo que Hitler tampoco puso su firma a pie de la solución final. Y lo que ocurre con los crímenes contra la humanidad se da también en toda la gama de delitos menores. Sus promotores prefieren quedar en la sombra, cosa tanto más fácil cuando existen como en la actualidad medios de comunicación donde las palabras no dejan huella de su contenido (aunque sí por fortuna de que palabras hubo).

Las peripecias de la reciente crisis poselectoral en Madrid son una muestra de estos efectos del cambio tecnológico. Aun cuando como parece la corrupción fue un hecho, sus inductores políticos pueden estar tranquilos por lo que toca a las conversaciones concretas, y si no se registra una improbable confesión por parte de alguien, la absolución por falta de pruebas queda garantizada. Otra cosa es el significado que tiene en sí mismo el dato de que esas conversaciones hayan tenido lugar y es torpe argumento elusivo afirmar que Tamayo habló con muchas otras personas. Resulta inexplicable, salvo como muestra de una relación política culpable, que en momentos cruciales del proceso hablara repetidamente con hombres del partido que luego había de beneficiarse de su traición. Eso no basta como prueba de delito ante un tribunal, pero desde el punto de vista político cae por su peso toda interpretación que no se mueva entre los límites de una posible entrega al adversario por despecho, apoyándose ya en vínculos impresentables, y la pura y simple venta de los escaños por intereses materiales. La secuencia de tomas de posición por parte de Tamayo y Sáez, desde la ausencia del primer día a la posterior abstención, tiene tal coherencia a favor del PP que sólo desde las posiciones interesadas de este partido es posible asumir que todo fue cosa de líos en la FSM y del enfado de esos a quienes TVE-1 llama "socialistas rebeldes".

Paralelamente, el comportamiento del vértice madrileño del PP tampoco encuentra otra explicación racional que un grado mayor o menor de implicación en lo sucedido. Aceptemos que se beneficiaran el 10 de junio de la ausencia de los tránsfugas, producida por sorpresa, y que aprovechen al máximo la ocasión para destacar ante la opinión pública el lamentable estado de un partido que así selecciona a sus candidatos. Pero eso es una cosa y otra bien distinta lanzarse a fondo como han hecho, con Esperanza Aguirre al frente, para darle la vuelta al resultado electoral del 25 de mayo. Falta a la verdad reiteradamente la ex ministra cuando afirma que ellos ganaron las elecciones: son el partido más votado, pero de modo concreto, guste o no, quienes votaron PSOE o IU sabían perfectamente que de obtener mayoría de escaños la coalición de izquierda gobernaría la Comunidad. Es un punto crucial, porque del mismo se deriva el intento de apresurar la convocatoria de nuevas elecciones, con el escándalo caliente, y sobre todo el indigno respeto que el PP ha venido mostrando hacia los tránsfugas, según se vio el pasado sábado al soportar el vómito negro desde sus escaños, así como el desprecio hacia los evidentes signos de que gente de su partido pudo tener que ver, y mucho, con la página más negra de la democracia española desde la transición. Las declaraciones oficiales de responsables cargan todo el peso de la culpa únicamente sobre el PSOE y sobre Simancas, y dejan cuidadosamente de lado a quienes son los auténticos transgresores.

De cara a las encuestas, y sobre todo ante la expectativa de dar la vuelta al resultado electoral del 25-M, la táctica del PP supone un éxito innegable. Otra cosa es si atendemos a las exigencias de un comportamiento democrático en el marco de una visión más amplia de cuanto ha ocurrido. Pasen o no los indicios a pruebas, resulta plausible que la edad de oro disfrutada por el sector inmobiliario durante el periodo de Gobierno del PP se haya tratado de prolongar por todos los medios posibles y la inhibición agresiva mostrada por Aguirre y los suyos ante los indicios de que tal infracción haya ocurrido convierte la hipótesis de su responsabilidad en la más verosímil. Entre tanto, a los votantes de izquierda, a la democracia, no a un partido concreto, les han robado las elecciones. Y no ha sido Simancas ni Zapatero, sino un par de personajes que han hecho la jugada favoreciendo decisivamente al PP: aceptar este regalo, y como se ha hecho, resulta más significativo que cualquier prueba.

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