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Columna
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Leo que la policía acaba de detener a un individuo en Jerez por haber disfrazado una cámara en el dormitorio de sus vecinos con el fin de grabar sus intimidades, y observo con desconfianza el aplique nuevo que el electricista tuvo que colocarme el martes pasado en el salón, porque la lámpara no dejaba de carraspear como si estuviera a punto de prorrumpir en un discurso. Con los tiempos que corren, nadie me asegura que aquel inocente operario con lo que parecía una calva intachable de padre de familia encima del cráneo no haya aprovechado la entrada en mi casa para colarme un minúsculo aparato de detección, un escáner, otra cámara, sea de fotografía o de vídeo, o no sé qué artilugio sofisticado más, con la intención de sorprenderme en mis apartes más escabrosos. Aunque, bueno, tampoco habría por qué limitar el miedo a ser observado al domicilio de uno: aún está fresca aquella denuncia de una pareja que descubrió que la cámara del banco junto al cual se repartían caricias no estaba enfocada precisamente hacia el tablero del cajero automático, y más de uno ha sido el que ha brincado en su asiento al verse en Internet enseñando secciones de la anatomía oscuras y enmarañadas, antes de reparar en que, por la posición y el ángulo, debió de ser capturado en un probador o en la ducha de aquel hotel de Cuenca en que la visita a un cliente le obligó a recalar. La curiosidad, los ojos indiscretos, el interés morboso por los detalles más veniales de la vida del prójimo viven una candente actualidad: qué si no explotan los largos certámenes de telebasura en que se destripan prácticas amatorias y laberintos genealógicos; qué si no magnetizaría a todo un país frente a la ventana de un televisor en que media docena de desconocidos comparten cuarto de baño y salita; qué si no podría llevar a una actriz chilena, sin nada que ocultar, a meterse un mes en una casa de cristal para que todos sus compatriotas pudieran comprobar en qué orden le gusta depilarse las axilas.

Siempre que discuto de estos temas me viene a las mientes una enigmática película que tuve ocasión de ver una madrugada, en uno de esos pases a traición de la segunda cadena: el título se me ha borrado, pero el responsable era Andy Warhol. Se trataba de cinco monótonas horas en que una manada de hombres y mujeres desnudas representaban una orgía; desde una esquina, impasible, el propio Warhol miraba, con los brazos cruzados, rascándose la rodilla, ladeando la cabeza a veces, soltando un rotundo bostezo cuando la cosa ya no daba para más. El trasfondo del prolijo documental de Warhol resulta el mismo, me parece a mí, que el del triunfo de la telerrealidad o las operaciones de este curioso individuo de Jerez, que también deseaba sentarse en una esquina y contemplar cómo sus vecinos se apareaban, cómo hacían gárgaras o se rascaban los cogotes: el voyeurismo, el placer de observar sin ser visto, la impunidad del ojo que proyecta su mirada desde el orificio de una puerta o la rendija del postigo que no ha acabado de cerrarse. Todo lo ajeno nos interesa, y comparado con el rostro que el espejo nos devuelve cada día y las repetidas alubias de los almuerzos, se nos hace tan apasionante y singular como una aurora boreal.

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