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Diálogo en Euskadi

Es bien conocido el enfrentamiento entre dos gigantes de la literatura comprometida, Sartre y Camus; a sus talantes divergentes les dedicó, además, unas bellas páginas Vargas Llosa. Pues bien, Camus, cuya figura se agiganta con el transcurso del tiempo, fue autor de un manifiesto en 1956 sobre una cuestión que para él era, con toda probabilidad, la más decisiva de su existencia, Argelia. Francés argelino, vivió como una herida personal la confrontación entre su país natal y una metrópoli que era también suya. Era muy consciente que en determinado tipo de cuestiones se llegaba en algún momento a la conclusión irremediable de que "ya no era posible ninguna discusión". En ese momento la gente se sentía condenada a no poder hacer otra cosa que esperar alguna tragedia irremediable, pero, concluía, lo más fácil es siempre acostumbrarse con demasiada facilidad a la fatalidad. En realidad, pensaba, "la misión de los hombres no es aceptarla ni someterse a sus reglas". Había que tomar la palabra contra ella.

En Euskadi la sensación de fatalidad trágica se repite una y otra vez. Mario Onaindía, en uno de sus libros ha escrito que lo habitual en la política vasca es la jugada de mus, es decir, el órdago permanente, que no depende de las cartas que uno tenga en las manos, sino de lo que el otro jugador pueda imaginar que enarbolas. A medida que pasa el tiempo los órdagos no es que se repitan, sino que adquieren el carácter de auténtica catarata de afirmaciones, tanto más improbables cuanto con más seguridad se atribuyen propósitos funestos al adversario político. Empieza por ser un absurdo que en el alejamiento abismal entre los partidos vascos juegue un papel tan decisivo la disolución del grupo parlamentario heredero de Batasuna. Desde el punto de vista estrictamente jurídico puede no caber la menor duda de que las decisiones del Tribunal Supremo hay que cumplirlas, pero, al margen de cuestiones legales en las que no entraré, demostraría una absoluta ceguera ver en esta cuestión una total carencia de contenido político. No sólo la impone el hecho de que afecta a todo un Parlamento, sino también la realidad de que la Ley de Partidos ni mucho menos ha obtenido consenso social en el País Vasco. En una situación conflictiva como la descrita habría que pedir a los partidos democráticos que prescindan de declaraciones estridentes presumiendo la posición de otros y que procuren hablar entre sí para evitar que las cosas vayan a peor. Que no se queden paralizados y que dialoguen. "Diálogo" fue la gran divisa de la ingente manifestación que recorrió las calles de Barcelona cuando asesinaron a Lluch. Diálogo entre las fuerzas democráticas es lo único que puede evitar la sensación de un próximo choque de trenes tras una confrontación institucional.

En España ya tuvimos un caso parecido entre una comunidad autónoma y el Estado central. Sucedió en 1934, durante la Segunda República, y enfrentó al Gobierno con Cataluña en torno a la Ley de Contratos de Cultivos. De nuevo no examinaré el contenido legal de la disposición: me limitaré a indicar que versaba sobre materias que, según se interpretara, podían resultar de distinta competencia.

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Como suele suceder a veces en política, las posiciones de derecha e izquierda se entrecruzaron con el transcurso del tiempo de modo que quienes habían considerado que la responsabilidad sobre el particular radicaba en exclusiva en el Estado central acabaron por considerar que era de la autonomía y viceversa. El caso es que en abril de 1934 el Parlamento catalán acabó aprobando una legislación reformista y entonces la derecha recurrió al Tribunal Constitucional, y éste, tras la correspondiente deliberación, llegó a la conclusión de declarar la disposición catalana inconstitucional e, imponer, por tanto, su ilegalidad.

Hubo entonces la esperable marejada de declaraciones incendiarias por todas las partes. La derecha insistió una y otra vez en la necesidad de "imponer el respeto a la ley y velar por el prestigio del poder público". Desde Cataluña, en cambio, se repuso enarbolando la "dignidad" de un Parlamento que había votado expresando una clara voluntad y denunciando "la ofensiva contra nuestras instituciones". En realidad había puntos de apoyo suficientes para conseguir un acuerdo si se hubieran mantenido conversaciones sinceras y carentes de adrenalina en vez de multiplicar hasta el infinito las declaraciones estridentes. El abogado de la Generalitat, Hurtado; el presidente del Gobierno, Samper, y el de la República, Alcalá Zamora, estuvieron a favor de un acuerdo amistoso que podría haber pasado por la simple votación en el Parlamento catalán de una ley semejante con tan sólo la adición de determinadas modificaciones no sustanciales. El propio Companys, presidente catalán, hacía declaraciones fervorosas en público, pero probablemente la razón estribaba en su deseo de controlar a los sectores más radicales del nacionalismo catalán. Alcalá Zamora cuenta en sus memorias que, al mismo tiempo que utilizaba un lenguaje extremado contra el Gobierno central, le estaba solicitando también a ocultas que interviniera cerca del Vaticano para conseguir la sustitución del obispo de Barcelona.

Lo que al final sucedió es bien conocido. Las palabras acabaron imponiéndose sobre los propósitos de fondo y lo que los más valiosos entre los protagonistas políticos habían querido evitar se impuso como una fatalidad trágica. Algo así resulta muy improbable que suceda en España a comienzos del tercer milenio, pero ello no obsta para que no se deban hacer todos los esfuerzos necesarios para moderar un lenguaje de efectos imprevisibles. Ni el Gobierno actual debiera atribuirse facultades que tan sólo le corresponden al Poder Judicial ni los nacionalistas debieran pretender que está próxima la suspensión del Estatuto por parte del Gobierno central. El conflicto acerca de la disolución del antiguo grupo parlamentario de Batasuna es una cuestión de no tan grave trascendencia, ni siquiera de cara a la lucha antiterrorista; se puede llegar a una interpretación jurídica acorde si verdaderamente se desea hacerlo. Con ello nadie perderá: mejor dicho, tan sólo perderán con ello los simpatizantes del radicalismo. Una vez más, el factor que convierte en más grave la situación en Euskadi es la imposibilidad de encontrar un puente entre los dos frentes que dominan la actualidad.

Javier Tusell es historiador.

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