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Tribuna
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Con perdón

Supongo que formo parte de la Cataluña que ha venido dirigiendo la vida pública de este país en los últimos 22 años. Por origen y por oficio. En todo caso, no reniego de ella, porque en el mundo de las ideas pocas cosas son tan peligrosas como los conversos y los renegados. Asumo como propios los aciertos y los errores que en conjunto hemos tenido, sostengo que la balanza se inclina del lado positivo y eludo la nostalgia estúpida de tiempos pasados, que fueron tan infinitamente peores que ni siquiera pueden compararse. Asumo también el acierto de eslóganes oficiales como Som sis milions y la definición de que catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña y además manifiesta su voluntad de serlo. Pero hace tiempo que sé, como todos los protagonistas de la vida política, que estos eslóganes integradores son válidos en los ámbitos de la convivencia social y de la promoción económica, pero muy poco en la política.

Hay que dejar de buscar diferencias artificiales y de inventar un mundo donde España no existe

Aquí, cualquiera ha podido enriquecerse al margen de su origen, pero la igualdad de oportunidades ha sido escasa en las instituciones. Sólo hay que ver las listas de alcaldes de la Cataluña significativamente llamada catalana o visitar el Parlament y esperar en vano que uno solo de los 135 diputados se exprese principalmente en castellano, la lengua que en la calle usa cerca del 60% de los ciudadanos.

Parecía que dejando pasar unos días se calmaría el revuelo que levantó Pasqual Maragall cuando afirmó, con palabras excesivas, eso mismo: que la Cataluña actual discrimina por razones de origen, algo que va incluso más allá de la lengua. Pero lejos de calmarse, dando paso a reflexiones más pausadas, algunos líderes se van crispando. Es algo sorprendente, porque la realidad es tozuda: Maragall erró al excluirse de las responsabilidades, dado que la segregación política es común a todos los partidos; pero si sus palabras son un compromiso de cambio para el futuro inmediato, no se comprende que puedan ser atacadas.

Es hora de aceptar que Cataluña debe ser compartida por otras manos que se han revelado vigorosas y que nosotros queremos encerrar en unas minusvalías intolerables. Con nosotros quiero decir unos pocos miles de ciudadanos: algunos procedentes de las grandes familias de Barcelona; otros, del ámbito pequeñoburgués de comarcas, y unos pocos, del proletariado del cinturón. Unos miles de políticos profesionales, abogados, economistas, arquitectos, profesores, médicos, periodistas y ya muy pocos empresarios. Todos pasados por una misma transición que modeló una sola concepción del país, una sola historia y un solo proyecto de futuro, con muy pocas variantes. Esto incluye a militantes o votantes de todos los partidos. Hasta los cuadros del PP y algunos fenómenos extravagantes -desde Xirinacs a Vidal Quadras- se dirían partes imprescindibles de este todo uniforme que se gestó durante la transición. Y ya es hora de superar sus rémoras, de hablar sin crispación y sin el riesgo de que nos etiqueten como buenos o malos catalanes.

Es hora de pedir a Pepe Álvarez, a Alberto Fernández Díaz, a la consejera Núria de Gispert, a José Montilla o a los que se quedan en casa que usen sus mejores herramientas de comunicación para hacer política. Puede que, como líderes públicos, tengan la obligación de prodigarse en catalán para demostrar con su ejemplo que no cuesta tanto. Pero ello no debe convertirles en víctimas de una especie de minusvalía lingüística, que reduce su capacidad de razonamiento obligándoles a pensar más en cómo traducirse que en el propio contenido del mensaje.

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Es hora de dejar de complicar el concepto de Cataluña para una parte de la ciudadanía promoviendo mensajes subliminales que inventan un país que casi nadie comparte: no creo que se atente contra Cataluña por pensar que los informativos de televisión deberían dar mejor las previsiones meteorológicas de Madrid, adonde se desplazan diariamente miles de catalanes, y hablar menos de Valencia o de Alicante, donde creo que por ahora nos tienen una simpatía escasa. Es hora de aparcar la obsesión enfermiza que nos lleva a buscar diferencias artificiales. ¿Alguien cree de verdad que el derecho catalán necesita reafirmarse regulando plazos de prescripción de las acciones distintos a los de otros territorios?

Hasta puede que sea hora de escribir de nuevo Lérida o Gerona, así, con e, cuando se escribe en castellano porque ya nadie discute que los nombres oficiales son los catalanes Lleida y Girona. Si en catalán escribimos Saragossa y en castellano Nueva York, podemos traducir Gerona sin cometer un crimen de lesa patria. Hasta creo que, si en catalán hablamos de Espanya, en castellano, ¡ay!, deberíamos poder traducir Cataluña con la maldita ñ. ¿O acaso no aceptamos que en francés nos llamen la Catalogne? Algunos dirán que la lengua se nos muere y que no son aconsejables tantas concesiones. Estoy de acuerdo con el enunciado, pero me niego a salvarla a costa de los derechos fundamentales, y tampoco lograremos nada escondiendo la cabeza bajo el ala. Deberemos buscar otros caminos y otras complicidades, que de pasada podrían ayudar a enterrar esta sensación de que el catalán se ha convertido en la lengua de la Administración, de la escuela y de las caixes.

Y sobre todo, ya es hora de que dejemos de inventar un mundo virtual donde no existe España. Nos gustará más o menos. Podremos aborrecer su nacionalismo, a veces aún más excluyente. Podremos sentirnos o no parte de ella. Pero España está ahí. Es innegable. Hasta para asociarnos libremente o para separarnos de ella, sigue siendo España.

Rafael Nadal es periodista.

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