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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Democracia sobre las ruinas

Mario Vargas Llosa

Aprovechando el ruido y la furia de la guerra de Irak, Fidel Castro asestó, con la brutalidad a la que tiene acostumbrado al mundo desde hace 44 años, un nuevo escarmiento preventivo al pueblo cubano a fin de que descarte de una vez por todas cualquier ilusión de una pronta y pacífica democratización del régimen. En menos de una semana, cerca de ochenta disidentes fueron arrestados, juzgados y condenados a penas desmesuradas -que incluían la cadena perpetua- y tres cubanos que secuestraron un barco con la intención de escapar a los Estados Unidos fueron fusilados luego de una mascarada de proceso, perpetrado en secreto y a velocidad astronáutica. La Comisión de Derechos Humanos de la ONU -¡que preside Libia!- aprobó una linfática amonestación a la dictadura castrista, presentada por Perú y Uruguay, pidiendo a La Habana que permitiera la visita de un funcionario de la organización para investigar los hechos, en tanto que rechazaba la condena formal de aquellos crímenes que propuso Costa Rica. El apogeo de la indignidad latinoamericana lo alcanzó esta vez el presidente argentino, Duhalde, explicando que su Gobierno se negaba a censurar a Castro por estos abusos "en razón del embargo norteamericano".

Sin embargo, pese a la pusilanimidad de los Gobiernos de América Latina, las protestas contra lo ocurrido en Cuba han tenido una amplitud sin precedentes en el mundo entero, y, por primera vez, algunas de ellas han venido de defensores a ultranza del régimen castrista como varios partidos comunistas europeos e intelectuales -José Saramago y Eduardo Galeano entre ellos- que habían guardado silencio ante, o aprobado, anteriores fechorías de Castro. ¿Calculó mal su movida el dictador cubano? Probablemente, no. Él ha tenido siempre muy claras sus prioridades, a la cabeza de las cuales está asegurar el absoluto sometimiento de la población a su autoridad, mediante la manipulación informativa, la demagogia, el soborno y el terror. En los últimos tiempos, la disidencia había conseguido, jugando dentro de las reglas de juego constitucionales establecidas por la propia dictadura, algo que sorprendió a la opinión pública mundial y sin duda hizo correr un mayúsculo escalofrío al propio Castro: más de once mil cubanos se adhirieron con nombre y apellido y sus carnets de identidad al Proyecto Varela, que pedía una consulta al pueblo cubano para averiguar si quería mantener el régimen actual o democratizarlo. Desde que leí esa extraordinaria manifestación, poco menos que suicida, de esos once mil valientes, yo me preguntaba cuánto tardaría y en qué sangrienta mojiganga se traduciría el castigo del régimen a quienes osaban desafiarlo de esa pacífica manera. Ahora ya lo sabemos. Y sabemos también que esa dictadura declinante y putrefacta, antes de desaparecer, dará algunos coletazos todavía, añadiendo sufrimiento e ignominia a ese desdichado país al que ha cabido el triste privilegio de padecer el más largo régimen autoritario de toda la historia latinoamericana.

Pero sobre lo que no cabe la menor duda es que se halla en el tramo final de su existencia y que no sobrevivirá un minuto a la muerte de Fidel Castro y que la sucederá, no otra dictadura, sino una democracia a la que, algunos a regañadientes y la inmensa mayoría con una explosión de entusiasmo, apoyarán todos los cubanos. Nadie que esté en su sano juicio duda de que, pese a la tabla rasa de la débil tradición de legalidad y libertad que hizo la Revolución hace cuatro décadas, en el suelo cubano puede germinar una institucionalidad democrática y un sistema de coexistencia en la diversidad semejante al que (con la excepción de Venezuela) existe ahora en el resto de América Latina. Será una democracia muy imperfecta al principio, desde luego, pero nada impide que pronto alcance los elevados niveles de representatividad y funcionalidad que tiene en países como Chile o Costa Rica.

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¿Por qué, a diferencia de la confianza que muestran en el futuro democrático de Cuba, tantas personas se muestran totalmente pesimistas en lo que concierne a Irak? Acabo de pasar una semana en París y he discutido sobre Sadam Husein y los bombardeos anglo-americanos que sepultaron su satrapía con decenas de amigos. Partidarios o adversarios de la guerra, casi todos ellos, sin embargo, coincidían en que era sencillamente imposible que de las ruinas de Irak surja en un futuro más o menos próximo un sistema democrático digno de ese nombre. Mis argumentos de que no había razón alguna -cultural, histórica o política- que lo impidiera, se estrellaban contra una muralla de escepticismo y un abanico de razones que me gustaría analizar someramente.

La primera de ellas es que el pueblo iraquí no tolerará un sistema político que llega a Irak en las bayonetas y los tanques de un Ejército invasor y que rechazará el Estado de Derecho como una mera coartada de los países ocupantes. Desde luego que una intervención militar no es en modo alguno el método ideal para transitar de una dictadura a una democracia, pero lo cierto es que hay abundantes ejemplos de que el florecimiento de la democracia ha sido la consecuencia feliz de una contienda bélica. ¿No son Alemania y Japón, hoy día democracias funcionales, un ejemplo mayor de lo que digo? Antes de la Segunda Guerra Mundial ambos países habían alcanzado un gran desarrollo industrial, pero eran sociedades autoritarias con escasísima (Alemania) o nula (Japón) experiencia democrática. Y que el Estado de Derecho llegara en las alforjas de un Ejército ocupante y a consecuencia de una devastadora derrota militar no fue obstáculo para que alemanes y japoneses hicieran suyo un sistema de gobierno y de organización de la sociedad que respetaba los derechos humanos y abría formidables oportunidades para el progreso del país y de los ciudadanos particulares. A estos ejemplos se suele replicar que Alemania y Japón eran países industriales y modernos y que Irak está inmerso en el subdesarrollo. Pero ¿y Panamá? La intervención militar que derrocó a Noriega provocó dolorosas pérdidas humanas, considerables daños materiales y la repulsa de amplios sectores del pueblo panameño. Sin embargo, éste recibió con alegría la recuperación de la democracia que desde entonces funciona allí con un respaldo unánime, incluido el del partido al que pertenecía el dictador depuesto. ¿Por qué no ocurriría algo similar en Irak?

A estas alturas de la discusión sale a relucir la objeción religiosa. No puede ocurrir en Irak porque allí impera el islamismo, una religión que por no haber experimentado un proceso de secularización en ninguna sociedad árabe, es incompatible con un Estado laico y una legalidad autónoma, no subordinada al poder religio-so. Por otra parte, Irak no es una sociedad integrada, ni étnica ni religiosamente, y la multitud de divisiones que la fragmentan y la mantienen siempre a las orillas de la desintegración, impiden ese denominador común compartido sobre las reglas de juego, o principio constitucional, que sirva de cimiento a la edificación de una democracia. Si ésta se instala, durará un suspiro, descuartizada por las fuerzas centrífugas (kurdos, chiíes, suníes, siriacos, caldeos, etcétera) cuyos objetivos son incompatibles entre sí. Tampoco estas razones me parecen convincentes. Que no haya un país árabe democrático sólo indica que en ellos, hasta ahora, la tradición autoritaria ha sido lo suficientemente fuerte para aplastar las aspiraciones a vivir con más libertad y oportunidades, dentro de una legalidad, que alientan todos los pueblos reprimidos y miserables del mundo. Para estos dictadores el Islam ha sido un instrumento de dominación tan efectivo como lo fue el cristianismo durante cientos de años hasta que el progreso económico, la cultura liberal y el espíritu civil fueron socavando esa fortaleza teológico autoritaria tras la que se escudaban los príncipes y los déspotas. No sólo Turquía es una sociedad donde la religión musulmana, pese a ser practicada por una mayoría de la población, coexiste con un Estado laico; también en Asia la democracia se ha ido abriendo paso, cierto que tímidamente, en sociedades donde parecía que el Islam le cerraría siempre las puertas. El caso más interesante es el de la populosa Indonesia. ¿Por qué el pueblo maltratado y hambreado de Irak rechazaría un sistema que reconozca los derechos humanos, que lo libre de las pesadillas de las mazmorras y las torturas por ejercer la crítica o no doblegarse al poder, y que le permita combatir la corrupción y los abusos de la autoridad? ¿Por qué las mujeres iraquíes no harían suyo un sistema de gobierno que las emancipe de la servidumbre y de su condición de ciudadanos de segunda clase en que todavía se hallan confinadas muchísimas de ellas pese a la supuesta naturaleza "laica" del régimen de Sadam Husein?

Desde luego que la transición de un régimen cerrado a un sistema abierto es difícil en países que carecen de una tradición de libertad y de legalidad, pero no es imposible. No hay sociedad alguna en que este parto no haya sido complicado y sujeto a veces a traumáticos reveses. Pero lo cierto es que, dentro de la larga perspectiva histórica, la democracia fue siempre una revolución sustancial para todas las sociedades, pues puso fin a una antiquísima tradición de autoritarismo y despotismo tan severa y tan ruin a veces como la que ha vivido Irak. Este país, ahora, por las especiales circunstancias en que se ha producido la caída de Sadam Husein, cuenta con un apoyo de la comunidad internacional que puede ayudarle a superar los obstáculos inevitables en toda transición hacia la democracia.

Las divisiones étnicas y religiosas que existen en Irak, según aquellos escépticos, sólo pueden ser acalladas bajo un régimen de fuerza. En democracia ellas provocarían confrontaciones y rupturas que acabarían deshaciendo el país. Mi tesis es la contraria. La dictadura no anula, por el contrario atiza aquellas divisiones impidiéndoles expresarse a plena luz. Para una sociedad en la que abundan las diferencias étnicas y religiosas, el sistema flexible y de concesiones recíprocas que representa la democracia es el único que puede salvar la integridad del país, permitiendo una descentralización y unas autonomías regionales, étnicas o religiosas que hagan la coexistencia posible. A estas afirmaciones suele responder, detrás de una burlona sonrisa, la irónica pregunta: "O sea, Irak podría convertirse en una segunda Bélgica, en una segunda Suiza".

Pues, pese a provocar las carcajadas de los escépticos, yo tengo el firme convencimiento de que no hay razón alguna para que ello no sea posible. Hay gigantescas dificultades que vencer, desde luego. Pero no mayores que las que debieron superar, en su momento, aquellos países que hoy día son presentados como paradigmas de progreso y de civilización. Y una de las peores dificultades es, precisamente, la actitud perdonavidas, arrogante, etnocentrista, y, a fin de cuentas, racista, de quienes creen que la democracia es un patrimonio exclusivo de los países occidentales -la libertad, un monopolio de los libres-, y que miran con infinito desdén los esfuerzos de los países tercermundistas para alcanzarla y, en vez de ayudarlos en esa empresa, la obstruyen y sabotean. Para mí esa forma solapada de colonialismo mental es lo primero que es imprescindible derrotar a fin de que la humanidad viva por fin alguna vez en un mundo en el que los Fidel Castro y los Sadam Husein sean anacronismos tan flagrantes como lo son ahora el canibalismo o la trata de esclavos.

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