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COPAS Y BASTOS
Columna
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Su turno

Me da reparo hablar de algo tan intrascendente y por eso apelo a su capacidad de comprensión: me fascinan las colas. En supermercados, mercados y demás puntos de venta ya está totalmente aceptada la presencia del mecanismo Su turno, que, según algunos, oficializa la incapacidad de los humanos para organizarse sin necesidad de una autoridad superior. El invento es simple: el orden no lo marca sólo la cronología de llegada, sino también una pantalla en la que aparecen dos dígitos que se corresponden con los números que, previamente, el cliente ha arrancado de un display situado en un lugar visible del establecimiento (aunque a veces lo esconden; por no hablar de cuando el rollo de los números se ha terminado y nadie se toma la molestia de reponerlo). Además de permitir a los fabricantes del artilugio ganarse la vida, el Su turno pretende evitar discusiones entre clientes y facilitar el trabajo de los empleados. O no, ya que puede que haya que buscar las razones de la expansión del invento en el hecho de que, mientras tienes tu numerito de espera para, pongamos, la cola del pescado, puedes aprovechar el tiempo para comprar champú y multiplicar tu capacidad consumista.

En las colas sin Su turno todos hemos presenciado escenas dantescas: gente que pretende colarse por la cara, adultos maleducados que no dudan en pelearse por defender la vez, ancianos que fingen ser sordos o mafias organizadas en venta de entrada para conciertos, pisos de protección oficial, colonias municipales o renovación de permisos de residencia. La cola, pues, es un termómetro que ayuda a calibrar el grado de degeneración de la especie y que, a menudo, invita a entonar aquella canción del grupo Divididos: "Me cansé de hacer cola para nacer / me cansé de hacer cola para morir". Incluso existiendo el mecanismo Su turno, asistes a festivales de grosería de individuos que fingen no haberse enterado de su existencia y que niegan su objetiva autoridad. En otros casos, te preguntas cómo sería posible ordenar una cola sin este invento, como en la Delegación de Hacienda de la plaza de Letamendi, donde, pese a ser multitudinarias, las colas para comprar impresos funcionan bastante bien. Otras veces echas de menos el Su turno, como en el aparcamiento de La Garduña después de la sosa representación de Orfeo ed Euridice en el Liceo. O en la recepción de Sant Jordi en la Generalitat, donde hay que utilizar los codos para conseguir una taza de chocolate. O el Día del Libro, donde te toca hacer cola a) para llegar al libro, b) para pagarlo, c) para que te lo firmen y d) para que te lo envuelvan. O en la cola de abajo firmantes del manifiesto Per una nova etapa cultural, suscrito por algunos corresponsables de la lamentable situación que denuncian en un texto tan literariamente defectuoso que ni el más mediocre de los becarios de la industria del entretenimiento banal se habría atrevido a dar por bueno. En ocasiones, el Su turno carece de sentido, ya que la afluencia de clientela es perfectamente asumible aplicando el ordenamiento clásico de la vez, que consiste en preguntar: "¿Quién es la última?".

Y aquí es donde quería ir a parar. El otro día, en la tienda de legumbres cocidas de un mercado, se produjo la siguiente situación. Estábamos unos cuantos bípedos en la cola, esperando turno. Llegaba alguien y, siguiendo la tradición, preguntaba: "¿La última?". Hasta que se presentó un hombre de unos 70 años bien llevados, de aparente buen humor, y preguntó: "¿Quién es la penúltima?". Se produjeron unos segundos de desconcierto. "¡Bastante tenemos con saber quién es la última para, además, intentar averiguar quién es la penúltima!", parecíamos pensar los demás. Finalmente, la última, una señora muy seria, dijo: "La penúltima no sé, pero la última soy yo". Y entonces el simpático extravagante le dijo que no, que el último era él y que por eso preguntaba por la penúltima. Se produjo un silencio incómodo. ¿Cachondeo? ¿Homenaje a una concepción filosófica de la espera? ¿Broma con cámara oculta? La verdad es que llevo días reflexionando sobre el asunto, digno de figurar en el libro La verdad sobre todo, de Matthew Stewart, que analiza con gran sentido del humor la historia de la filosofía. ¿Acaso las colas deben considerarse una metáfora de nuestra presencia en el mundo? ¿Formamos parte de una cola que nos acerca ordenadamente hacia el final, donde el último deja de serlo cuando cede su condición a otro quien, a su vez, nos convierte en penúltimo? A nivel práctico, no creo que el sistema funcione. Si preguntando por el último ya se producían motines y algún que otro apuñalamiento y si ni siquiera la presencia del Su turno garantiza la pacificación de las colas, no quiero ni pensar qué podría suceder si pusiéramos en circulación la moda del penúltimo.

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