La cuestión tecnológica
Hace escasos días apareció una noticia de singular relevancia: España tiene la novena economía mundial, pero sólo ocupa el vigésimo lugar en la sociedad de la información (El PAÍS, Negocios, 20 de abril de 2003). Este es un desfase estridente que viene de lejos y parece indicar la despreocupación que los poderes públicos han tenido (y suma y sigue) ante la cuestión tecnológica. Si nos instalamos en esta distracción, los avances de nuestra relativa modernización quedarán estúpidamente desfasados porque quien ha seguido adelante no se parará y los que aún están rezagados procurarán tomar carrerilla. De manera que, sin más preámbulo, expongo la siguiente idea: necesitamos un Pacto Social por la Innovación Tecnológica, porque si tamaña noticia tiene la suficiente enjundia, más todavía lo es la exigencia de la fase actual que un servidor califica de innovación-reestructuración de los aparatos industriales y de servicios. Me excuso por el siguiente exabrupto: para mí tiene más importancia la necesidad de intervenir en el hecho tecnológico que cualquier reforma institucional (cosa que no desdeño), por importante que aparezca.
A mi juicio, los sujetos constructores del pacto deberían ser los agentes sociales, los operadores económicos y la Administración. Esto es, lo que se llama acuerdo tripartito. Me interesa aclarar que siendo importante su momento inicial, de arranque, lo más llamativo del acuerdo sería que tuviera un carácter itinerante, es decir, un proceso sostenido en el tiempo, en plena concordancia con la innovación-reestructuración que, en mi opinión, requiere lo que se definiría como welfare tecnológico. Desde luego, con independencia de los estrictos contenidos que deberían fijar los sujetos constructores del pacto social, tengo para mí que son imprescindibles dos grandes cuestiones: 1) la puesta en marcha de una potente industria y un mercado del saber, y 2) la elaboración de un Estatuto del saber. Cosas ambas que la política ha descuidado considerablemente, cosas ambas que precisa nuestro país si quiere recuperar el mucho tiempo perdido, cosas ambas que podrían provocar una extraordinaria tensión creativa entre los llamados sujetos constructores del pacto de largo recorrido, aunque más bien es una nueva cultura contractual. Entiendo por industria del saber las imprescindibles infraestructuras (en el centro de trabajo, la enseñanza y la sanidad) capaces de impulsar la indispensable modernización de los aparatos productivos y de servicios, incluidos los de carácter público. El Estatuto del saber sería el universo de los derechos, propios de esta fase posfordista, orientados a lo que podríamos insinuar así: "Más saberes para todos". En resumidas cuentas, es un proyecto propulsivo y reformador, inagotable porque el saber es un bien que, al contrario de los demás, cuanto más se usa no se consume, sino que se multiplica: el capital cognitivo tiene esta característica. Las consecuencias del Estatuto del saber serían, entre otras, un sistema de formación radicalmente distinto del actual, al go así como una preparación permanente durante el arco de toda la vida laboral como elemento de control de los cambios frenéticos y desarrollo de la autonomía gratificante de cada cual. Pero también esta acumulación de saberes es un capital necesario para abordar la (veloz) polivalencia de las nuevas tecnologías y transformar la flexibilidad, entendida como patología social, en nuevas oportunidades de autorrealización personal.
Lo que trato de decir es: como el saber será siempre el motor determinante del desarrollo, debe estar en el centro de los derechos y ser la expresión de una renovada idea de justicia social. Del mismo modo que no se explicaría el avance de civilización que supuso la relación de antaño entre cultura y democracia, hoy (y a partir de hoy) no tendría sentido no abordar de lleno la enseñanza digital gratuita y obligatoria, también como banderín del pacto social por la innovación tecnológica.
José Luis López Bulla es diputado en el Parlament por ICV.
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