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Columna
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Un Gobierno autoritario

Parece que los españoles hemos descubierto en las últimas semanas que tenemos un Gobierno autoritario. Sin embargo, yo no creo que el Gobierno actual sea menos autoritario que el de tres o cuatro años atrás. A fin de cuentas, las personas que lo componen hoy son las mismas de entonces: quite usted este ministro, ponga aquel otro, y pare de contar. Me parece imposible que su carácter pueda cambiar en un tiempo tan corto. Lo que sucede es que tres o cuatro años atrás, el Gobierno no tenía ninguna necesidad de mostrar su autoridad y podía guardar las formas e incluso presumir, como presumía, de ser un gobierno de centro.

Mientras las cosas -léase la economía- han ido viento en popa, estos señores del Gobierno han podido ocultar su temperamento. Para ello, no han precisado de otras ayudas que las que les ofrecía la propaganda. Unas televisiones ordenadas, unos cuantos periódicos afines y unas hipotecas bajas es todo cuanto han necesitado para llevar a cabo sus propósitos. Con la dosis adecuada de cada uno de estos elementos, han podido pintar la realidad del color que más les convenía en cada caso. El éxito de la fórmula ha sido completo, incuestionable: durante mucho tiempo, aquí no se ha oído el vuelo de una mosca.

Pero como todo en esta vida está obligado a cambiar, un día aparecieron las nubes de la reforma del desempleo; otro, las de la ley de educación; la economía fue variando su rumbo; y así, entre unas cosas y otras, los asuntos se fueron complicando. El punto de inflexión lo marca, a mi entender, el momento en que Álvarez Cascos dio la orden de alejar el Prestige mar adentro y el petróleo no le obedeció. Esta insumisión de la realidad dejó perplejos a nuestros gobernantes. Estaban tan poco acostumbrados a sufrir un desaire que perdieron el control y su inconsciente, cogido en horas bajas, dejó escapar al guardia de la porra que algunos llevaban dentro.

A los valencianos, esta transformación del Gobierno no nos ha supuesto ninguna sorpresa. Durante años, hemos sido el laboratorio del Partido Popular, y desde la Comunidad Valenciana se han exportado al resto del país algunas de las prácticas que aquí se habían ensayado previamente. Las tretas que ahora usa José María Aznar para sustraer el debate al Parlamento, hace años que se experimentaron en las Cortes Valencianas. Eduardo Zaplana pasó su mandato afirmando su fe en el Parlamento, mientras se dedicaba por las noches a vaciarlo de sus funciones. Cuantas más voces daban Maluenda y Font de Mora en las Cortes, menos política se hacía en aquella casa y más en los periódicos.

Pero, sobre todo, los valencianos hemos aprendido que para ser autoritario un Gobierno no necesita hacer alarde de autoridad. Desde el momento en que el bien común se convierte en el bien de unos cuantos -el que es del comú, es de ningú-, ya se está gobernando con autoritarismo. Que a ese punto se llegue mediante coacciones o a través de la propaganda es sólo cuestión de matices. El resultado es el mismo en uno u otro caso: la imposición del interés de unos pocos sobre el de la mayoría de los ciudadanos. Y esa es la forma de gobernar que hemos tenido, estos años pasados, en la Comunidad Valenciana.

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