El poder de la identidad
En un mundo globalizado como el nuestro, la gente se aferra a su identidad como fuente de sentido en sus vidas. Eso dicen los datos y eso revelan los conflictos sociales y políticos, pacíficos o violentos, que configuran el mapa dramático de una humanidad convulsionada y que se remiten casi siempre a la defensa de identidades agredidas. Cuanto más abstracto se hace el poder de los flujos globales de capital, tecnología e información, más concretamente se afirma la experiencia compartida en el territorio, en la historia, en la lengua, en la religión y, también, en la etnia. El poder de la identidad no desaparece en la era de la información, sino que se refuerza. El mito universalista de los racionalismos liberal y marxista ha sido desmentido por la experiencia histórica. La cuestión que se plantea entonces, en un mundo de identidades, es el de las condiciones de su comunicación y de su proyección en un futuro compartido. Pero pensar la relación de identidades en su diversidad exige su reconocimiento previo.
Cuanto más espinoso es el asunto, más útil es recordar datos, porque las ciencias sociales saben algo del tema. Por ejemplo, la principal fuente de estadísticas comparativas sobre actitudes, valores y opiniones es el World Values Survey, que realiza periódicamente con muestras representativas de todo el mundo la Universidad de Michigan, el centro de mayor prestigio académico en encuestas de opinión. En el año 2000, Pippa Norris analizó precisamente la relación entre identidad y pertenencia territorial en la década de los noventa a partir de esos datos. Su estudio midió la conciencia cosmopolita (ciudadanos del mundo), en comparación con la conciencia de identidad nacional (o sea, del Estado-nación) y con la conciencia local / regional (que en la base de datos española incluye a nacionalidades como Cataluña, Euskadi y Galicia). Pues bien, en plena globalización, no más del 15% de la gente se identifica con el mundo en general o con su continente (como Europa). Pero lo interesante es que el 47% consideran como su principal identidad de referencia la región o la localidad, en contraste con tan sólo el 38% que se refieren en primer lugar al Estado-nación. Otro dato relevante: cuando se analizan los porcentajes por áreas del mundo, el nivel más alto de identidad local / regional primordial en el contexto mundial corresponde precisamente a la "Europa del Suroeste" (o sea, nosotros), en donde la conciencia regional / local (que incluye nacionalidades subestatales) como identidad primaria es expresada por un 64% de la población, en contraste con tan sólo un 23% que prioriza la identidad del Estado-nación y un 13% que se identifica con el mundo en general. Cuando los datos se comparan por edades, los jóvenes son más cosmopolitas que los viejos, pero la dominación de la identificación regional / local se mantiene entre ellos, lo que desciende es la identificación con el Estado-nación.
Acerquemos la lupa sociológica a nuestro país. En la primavera del 2002, junto con Imma Tubella y otros investigadores, hicimos una encuesta sobre la sociedad catalana, a partir de una muestra representativa de 3.005 personas en la que, entre muchos otros temas, estudiamos las fuentes de su identidad.
Los resultados son interesantes, aunque complejos como la vida misma. Por un lado, sólo una minoría se sienten más españoles que catalanes (19,7%), comparado a un 37% que se sienten sobre todo catalanes y a un 36,2% que se sienten tan catalanes como españoles, con un 6,6% que no se autoidentifican con ninguna de las dos identidades. En términos de identificación territorial, tan sólo un 14% se identifican con España, en contraste con 32% con Cataluña y 6,5% con el mundo. Pero cuando pedimos a la gente que designe una sola fuente de identificación fundamental, tan sólo un 8,9% se identifica con su país, su cultura o su lengua (cualquiera que sea), mientras que el 56% afirma su familia como principal fuente de sentido y un 8,7% se define como individuos antes que nada. Entre los más jóvenes, esta identidad de uno mismo se eleva al 18,2%, al tiempo que un 15% se identifica primordialmente con la gente de su misma edad. Es más, construimos un índice de fuerte identidad cultural catalana (basado en prácticas lingüísticas y comunicativas) que encontramos tan sólo en un 23,7% de los encuestados y cuya intensidad disminuye con la edad. Desde luego, un indicador semejante de fuerte identidad española es aún más minoritario, pero ésta no es la cuestión. Lo interesante es que en una población que se siente mayoritariamente sobre todo catalana o catalana y española más que española, en una juventud que se expresa en catalán con toda facilidad y en una sociedad que practica el bilingüismo con naturalidad, los sentimientos de identificación colectiva son menos difundidos que los de identificación familiar o personal. Y aquí está el quid de la cuestión: la identidad catalana moderna se reconstruyó como identidad de resistencia, frente a una opresión que empezó con Felipe V y alcanzó su paroxismo con el franquismo. La conquista de la sociedad catalana, movilizada en los años de la transición y de la democracia, ha sido ganar el derecho a la práctica cotidiana de su identidad. La mayoría de observadores en Cataluña consideran que el nivel de autogobierno es insuficiente y aún queda mucho por hacer, pero los ciudadanos, y sobre todo los jóvenes, no sienten la necesidad de afirmar su catalanidad cada día, por el simple hecho de que son catalanes, saben que lo son y que lo pueden ser. En cambio, no ha surgido un proyecto colectivo, ni con relación a Cataluña, ni, mucho menos, con relación a España y a Europa, por lo que existe un sentimiento de pertenencia catalana, pero sin una identidad de proyecto. En una perspectiva histórica, y en el mundo en general, la clave de un desarrollo fecundo de las identidades colectivas es su transformación de la resistencia al proyecto, de la defensa de la memoria colectiva a la construcción común del futuro. En ese momento de transición está aún Cataluña y, es mi hipótesis, también otras identidades cercanas, como la vasca. Pero cuando las fuentes de negación de la identidad resurgen, cuando retornan los pendones victoriosos de la opresión histórica, entonces las identidades se revuelven, cavan sus trincheras de resistencia y, en sus derivas más peligrosas, cortan las amarras y se transforman en fundamentalismo. Acabo de terminar un estudio de Al Qaeda que documenta cómo ese principio identitario surgido de la humillación de los jóvenes educados de los países islámicos por parte de una arrogante cultura occidental estuvo en el origen del terror que hoy día padecemos. Y mis estudiantes han analizado fenómenos semejantes en el fundamentalismo hindú, y en los fundamentalismos cristiano o judío contemporáneos. Por eso no se puede jugar con fuego mediante el desprecio de las identidades históricamente construidas, por eso no se pueden poner en peligro los puentes de comunicación construidos con sangre y paciencia. Por eso es irresponsable sacrificar la posibilidad de convivencia a mezquinas estrategias electorales. Un mundo interdependiente y multicultural es un mundo de identidades comunicables o es un mundo en pie de guerra. Y una España viable sólo puede ser identitariamente plural y fundida en una Europa multiétnica. Volver a las esencias imperiales es invitar a una danza de la muerte.
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