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Columna
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'Blues'

Algunos hemos escuchado ya muchas veces estas doce canciones que componen el primer asalto a las discográficas de los Andabluses: en locales cerrados, entre una muchedumbre de mesas y vasos con restos de cerveza, entre el humo cómplice de los cigarrillos del público, ese humo que con su color índigo parece querer contribuir a la autenticidad de las melodías, del blues que dispensan desde hace años por decenas de locales de toda Andalucía. Muchas noches los hemos seguido, rastreando sus conciertos a través de una exigua esquela en un periódico o gracias a un pasquín pegado en el tablón de anuncios de una facultad; otras hemos chocado con ellos al buscar protección en la barra de un bar cualquiera de Sevilla, de la Alameda o la Alfalfa, y encontrarlos encima del estrado, entonando los primeros compases de un concierto que jamás defrauda, que ofrenda a quienes lo oímos siempre la misma combinación de tibieza y ritmo, de sabiduría musical y camaradería, esa sensación, en suma, de que la madrugada es un tren muy largo que no tiene final y que nos atropella siempre que escuchamos un buen blues.

Después de mucho tiempo de vagar de un escenario a otro arrastrando a sus seguidores, los Andabluses han decidido, por fin, envasar sus conocimientos en un disco, y esa noticia constituye un motivo para la felicidad por muchas razones. En primer lugar, porque por fin disponemos de registro sonoro para la calidad de solistas como el guitarrista Chiqui Mingo, que en sus momentos más álgidos nos hace soñar con George Benson o Kenny Burrell, así como de otra docena de manos no menos solventes. Luego, cuantos conocen a los miembros del grupo se alegrarán al comprender que este es el merecido premio a una carrera llena de esfuerzos y golpes de voluntad no siempre exitosos, y que en el ámbito del blues en Andalucía un logro así alcanza casi la categoría superlativa de milagro. Por último, contamos con la ocasión de comprobar qué clase de música se hace en nuestra comunidad sin necesidad de embarullarse en el flamenco o las sevillanas, y de qué modo puede un artista entroncar con tradiciones ajenas con sólo el estudio y la intención de merecerlo.

Me imagino que muchos paladares suspicaces se asomarán a la labor de los Andabluses con reticencia y desconfiarán del blues cocinado en la tierra de las bulerías: les recordará, me imagino, a los rollitos de primavera que venden en las secciones de ultracongelados de los supermercados o a la paella que perpetran los restaurantes de las zonas turísticas de nuestras ciudades. Esos paladares se equivocarán. Basta con considerar el cuidado tradicional con que estos artesanos han tratado el material que amasan para darse cuenta de que sus temas no son menos sinceros y efectivos que cualquier clásico de John Lee Hooker. El blues, como el jazz, es una música mestiza, promiscua, que no mira el apellido ni la raza de los hombres con quienes se acuesta: no se los miró al gitano francés Django Reinhardt, al canadiense Oscar Peterson, al español Pedro Iturralde, y todos sus devotos aún seguimos celebrando esa despreocupación. Seis sevillanos no van a hacer más bulto en una cama tan amplia.

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