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Beneficiarios feroces

Hace poco, los telediarios mostraron escenas impresionantes del asalto brutal a un centro hospitalario por parte de los indignados familiares de un niño muerto en el quirófano: se vieron palizas a médicos y enfermeras, incluso al personal de seguridad; destrucción de mobiliario, amenazas de muerte... La tremenda algarada ocurrió en Perú, pero coincidió que ese mismo día diversos miembros del personal sanitario de un hospital madrileño me habían contado situaciones de violencia verbal y hasta conatos de agresión recientemente sufridos por ellos mismos, sin duda mucho menos graves, aunque también preocupantes. Sus quejas me recordaron otras que también he escuchado con frecuencia a maestros, víctimas no ya de los malos modos de alumnos particularmente bestias, sino de la brutalidad más talludita de los papás. En esa misma jornada informativa leí en la prensa que una señora había sido procesada en Murcia por haber lesionado de un bofetón el oído a la profesora de su hijo, irritada porque ésta había castigado al chico por insultar a compañeros del curso...

Desconozco la frecuencia de estos incidentes en nuestro país, pero me atrevo a suponer que no son meras anécdotas aisladas y que se dan lo suficiente como para hacernos reflexionar. Sobre todo abundan los insultos más soeces y hasta las amenazas de muerte, a las que muchas personas que trabajan en hospitales o colegios se resignan ya -a veces incluso con cierto humor negro- como gajes de sus oficios en estos tiempos de crisis. Por supuesto, cualquier profesional que atiende diariamente a mucha gente tiene una probabilidad estadística de tropezar alguna vez con tipos de carácter grosero o violento, sobre todo cuando se dan situaciones de estrés que afectan al bienestar de seres queridos o al propio, pero incluso descontando tales inevitables malos encuentros aún hay motivos para preguntarse si no se están dando señales de alarma que merecen mayor estudio.

Por lo demás, los casos de hostigamiento a médicos y enfermeras en los hospitales, así como a maestros y profesores, comparten ciertos rasgos comunes. Para empezar, afecta a empleos que hasta hace muy poco estaban rodeados de una autoridad incuestionable, diríamos que hasta excesiva. Funcionaban envueltos en un paternalismo poco amigo de dar explicaciones, contra cuyas decisiones existían escasas formas de apelación. Ahora, sin duda, ya no es así y los pacientes -tanto clínicos como educativos, así como sus familiares- tienen vías más o menos expeditas para reclamar contra arbitrariedades y negligencias, de lo cual son la mayoría de los profesionales sanitarios o docentes sensatos los primeros en congratularse. Pero no deja de ser paradójico que según se facilitan los modos de reclamación civilizada, aumenten los casos de protesta incivil y ofensiva. En segundo y muy destacado lugar, casi siempre estas manifestaciones desaforadas ocurren en establecimientos de asistencia pública: los centros sanitarios y docentes privados, allí donde la atención se consigue mediante pago, escapan por lo común a estas desagradables controversias... aunque ciertamente se dan en ellos también sucesos similares a los que en el contexto público despiertan tan feroces sublevaciones. Se diría que la relación comercial entre el usuario del servicio y quien realiza la prestación actúa como un amortiguador para paliar la disconformidad iracunda.

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Sin duda, ciertas instituciones públicas (hospitalarias, escolares y probablemente también otras) padecen los agobios de la masificación y los apremios de un tiempo escaso que debe repartirse en la atención a muchos, inconvenientes que favorecen la despersonalización del trato y las largas esperas que no dulcifican el humor de nadie. A veces, el decorado mismo de tales establecimientos resulta demasiado inhóspito, sin gratificación estética o de respetabilidad ninguna para quienes deben moverse en él como en un territorio extraño, lo que favorece la irritabilidad (no olvidemos que los seres humanos somos criaturas teatrales, cuya conducta se deja influir tanto por el atrezzo como por el ritual). Tales deficiencias no suelen darse en la sanidad o la enseñanza privadas o, al menos, no en la misma medida. Sin embargo, aun aceptando que muchas de ellas pueden y deben ser subsanadas (lo que desde luego será imposible si la inversión presupuestaria en tales campos disminuye en lugar de aumentar como corresponde al crecimiento de la demanda), continúa en pie que los usuarios, además de ser aleccionados en cómo reivindicar sus derechos cuando padecen abusos o negligencias, deben también conocer las obligaciones que corresponden a beneficiarse de servicios públicos de alcance universal, quizá el avance civilizatorio más indudable de los últimos ciento cincuenta años.

Sin duda, sería oportuno que en centros sanitarios y escolares se asentase algún tipo de figura intermediaria entre los que disfrutan y los que dispensan el servicio, a la que recurrir habitualmente para elucidar los comportamientos y responsabilidades exigibles a cada cual. Pero quizá incluso hubiera que hacer algo más. ¿No sería oportuno, por ejemplo, que alguna cadena de televisión pública se decidiera a programar algo equivalente a Operación Triunfo, pero que se llamase Operación Servicio, donde se mostrase el día a día de quienes tienen que atender a enfermos o educar a niños, su formación, sus frustraciones y las presiones que sufren? Porque en esta sociedad del falso relumbrón que glorifica el éxito fácil va siendo urgente cambiar de héroes cotidianos. Y proponer nuevos modelos más complejos y necesarios a la consideración social, no para que se los venere ciegamente, sino sencillamente para que se los respete como es debido. Porque los principales damnificados por tales explosiones de intemperancia y agresividad son precisamente quienes necesitan ayuda, cuidado y protección.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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