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Columna
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Atravesando el cuello de botella

Antxon Olabe

Un reciente informe de la Academia de Ciencias Americana afirma que el impacto de nuestra especie sobre la biosfera ha sobrepasado en un 20% la capacidad de carga del sistema natural global. Según ese estudio, a principios de los años ochenta la humanidad franqueó el umbral en el que la demanda de recursos se igualaba a la capacidad de los sistemas naturales para producirlos. Desde entonces, estamos viviendo por encima de las posibilidades productivas de la biosfera. El modelo no es sostenible.

Esa importante conclusión está en línea con otro reciente informe conjunto de las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Instituto de Recursos Mundiales que afirma que los principales ecosistemas del mundo -tierras agrícolas, bosques, pesquerías y sistemas de agua dulce- están disminuyendo su capacidad de producir bienes y servicios para la humanidad, por estar sometidos a un fuerte proceso de degradación ambiental.

La última palabra a la hora de situarnos en el mundo no la tiene la economía, sino la ética.

Los mensajes de la comunidad científica internacional son claros y rotundos. Las tendencias ambientales dominantes están impactando severamente la salud vital del planeta. Fruto de esa presión, la diversidad biológica de la Tierra -su diversidad de especies, ecosistemas y riqueza genética- el mayor tesoro de nuestro planeta, está desapareciendo a una velocidad entre cien y mil veces más rápida de lo que lo hacía en tiempos pre-humanos. Edward O. Wilson, científico de gran prestigio, dos veces galardonado con el Premio Pulitzer y buque insignia del conservacionismo mundial, ha calificado la actual situación (The Future of Life, 2002, editorial Alfred A. Knopf) de 'dramático cuello de botella'. Apasionadamente nos pide que nuestra civilización eche mano de toda su inteligencia, coraje y nervio ético para evitar el colosal drama de la desaparición de la riqueza biológica de la Tierra.

La humanidad necesita firmar la paz con la naturaleza. Si no somos capaces de encender la pipa de la paz y fumarla apaciblemente con ella, la destrucción de la tupida red que sostiene la vida significará, antes o después, nuestra propia destrucción. En esa guerra no hay victoria posible. A esa paz le hemos llamado desarrollo sostenible. Por ello, frente a lo que afirma la tecnocracia dominante, no se trata de caminar hacia una sociedad de mayor conocimiento -en el sentido de más información-, sino hacia una sociedad de mayor consciencia. La clave no está en manejar más bits de información, sino en desarrollar una mayor sabiduría.

¿ Qué otra cosa expresa la metáfora del Arca de Noé sino la obligación ética de Noe -la especie humana- de 'llegado el tiempo del diluvio' salvar con él al resto de la creación? Hemos de saber que, para una gran parte de las especies, aquí y ahora, es tiempo de diluvio. La lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) incluye en estos momentos 11.167 especies amenazadas de extinción. Entre ellas, el lince ibérico, auténtica joya viviente de la fauna peninsular. Si el lince desaparece, nuestra generación va a tener el dudoso honor de ser la protagonista de la primera extinción de una especie de gato silvestre en los últimos veinte siglos.

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Con esas especies no sólo compartimos una casa común, la Tierra, sino un antepasado común. Todas ellas, desde las diminutas bacterias a las ballenas azules de 30 metros pasando por el homo sapiens, descendemos de un único organismo común surgido en la sopa primigenia de nuestro planeta, hace más de 3.500 millones de años. En un sentido absolutamente literal, la ciencia nos enseña que, evolutivamente, todos descendemos de un único ancestro común. Muy posiblemente, esa es la razón filogenética profunda por la que podemos empatizar, sentir con, el resto de la creación. Todos estamos lejanamente emparentados.

El aspecto decisivo para atravesar con éxito ese cuello de botella es la progresiva modificación de los valores con los que nos situamos en el mundo. Por ello, la última palabra, no la tienen la técnica, la ciencia, ni la economía. La tiene la ética. Aquellas disciplinas nos ayudarán a desarrollar los cómos,pero los fines sólo surgirán de nuestra reflexión colectiva sobre cuál es el mundo en el que queremos vivir, qué lugar permitimos que ocupen junto a nosotros las otras formas de vida, qué legado queremos dejar a nuestros descendientes.

El cambio climático y la preservación de la riqueza biológica son los dos grandes retos ambientales del siglo XXI. Hay que ir, incluso, más lejos. Una adecuada gestión ambiental de problemas como el cambio climático, la capa de ozono, la contaminación química o los residuos nucleares etc., se convertiría en una victoria pírrica -en una miserable derrota- si en el proceso desapareciese una buena parte de la diversidad biológica hoy día existente. Por ello, podemos afirmar con E. O. Wilson que la biodiversidad que sepamos preservar en el lance de atravesar el estrecho cuello de botella en el que nos encontramos medirá el éxito o fracaso de nuestra transición hacia el desarrollo sostenible.

Cada especie, por minúscula que sea y por desapercibida que pase a nuestros ojos, es un tesoro evolutivo. El resultado de millones de años de tensiones creativas y adaptativas de las fuerzas de la vida. Su interacción con el medio natural es el resultado de un sutil, delicado, complejo proceso de aprendizaje, codificado en su código genético. La inteligencia evolutiva que el más pequeño de los insectos acumula en su ADN sería suficiente para llenar una gran librería. Y cuando una especie desaparece, desaparece para siempre. La pérdida es irreversible.

Joaquín Araújo nos recordaba en las II Jornadas sobre Ciudades Sostenibles que han tenido lugar recientemente en Vitoria-Gasteiz que 'la naturaleza nunca incumple sus promesas'. Encendamos la pipa sagrada y firmemos con ella una larga y venturosa paz, para, de esa manera, ser capaces de atravesar sosteniblemente el cuello de botella en el que nos encontramos.

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