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Columna
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La fama

El exceso define lo que nos rodea. ¿Cosas de la globalización? Esa dimensión de lo excesivo que agiganta cualquier hecho, a veces de forma totalmente fortuita, marca nuestro mundo. Pero, por lo que vamos viendo, los excesos suelen responder a una lógica muy simple: la del dinero. ¿Es negocio el fútbol? Pues que haya fútbol a todas horas. ¿Es un éxito Gran Hermano? Inmediatamente florecen las secuelas. Y si éstas se consolidan, como Operación Triunfo, ya es imposible librarse del exceso de candidatos a ser famosos. Los excesos, al fin, son hoy fruto del realismo y el gran premio de la fama tiene ahora demasiado peso educativo -el dinero es el gran educador- como para ser ignorado por nadie. Y menos por el catedrático mediático, la televisión, que convierte la fama en alternativa única.

Miles de jóvenes españoles, por no hablar de los de otros países, aspiran a unos minutos de esa gloria televisiva que equivale, finalmente, a dinero. Eso es la fama: dinero, poder. Eso es la televisión: la fábrica de la fama. Los niños más pequeños atienden a esta elemental lección de cultura y moral: ¿cómo van a olvidarla si, de la misma manera que advierten enseguida las grandes ventajas de la fama, ven de inmediato los graves inconvenientes del anonimato?

La escuela televisiva se encarga de mostrar, día tras día, su alternativa única: el gran contraste entre quienes triunfan y quienes fracasan, quienes gozan y quienes sufren, entre, al fin, quienes existen y alcanzan el reconocimiento y quienes desaparecen del mundo engullidos en la doble desgracia de la realidad y del anonimato. Desde luego, los criminales y, claro, los terroristas son sensibles a este exceso de atención que supone la notoriedad espectacular y mediática. ¿Imaginan lo famosísimo que será, en cuanto aparezca, el asesino en serie de Washington? Alcanzar la fama no sólo es un premio, sino acaso una necesidad de mera supervivencia en este mundo excesivo, y la fama se logra por un camino conocido: el exceso. Lo contrario a la fama ya equivale a no existir.

El contraste entre famosos y anónimos, entre mirados y mirones, entre actores y espectadores, es un nuevo sistema de clases, una escuela de moral. ¿De qué sirve estudiar una carrera o dos, llevar una vida ordenada, formar una familia, apechugar con mil dificultades si, al fin, lo que verdaderamente garantiza el reconocimiento social es entrar en el gran espectáculo mediático que abre todas las puertas, incluidas por supuesto las del dinero y la supervivencia?

Hasta el más tonto se da cuenta de las rígidas diferencias sociales que marca la fama en nuestro mundo excesivo. Sea cual sea el camino -del concurso al asesinato, de la humillación de exhibir la vida privada a la vanidad de concurrir a unas elecciones políticas- para llegar a esa cumbre de conocimiento público, es la notoriedad lo que la sociedad excesiva acaba premiando. ¿Quién se extraña, pues, de que la mayoría de los esfuerzos humanos vayan ahora en esa dirección de llamar la atención, a cualquier precio, en vez de asumir responsabilidades que quedan, al fin, ignoradas?

Todo esto sería anecdótico y hasta divertido si el objetivo de la fama fuera sólo uno más entre los muchos posibles. Pero estamos en un país de piñón fijo que penaliza cualquier alternativa a lo socialmente correcto aunque diga que se horroriza de lo que la televisión le muestra. Las audiencias millonarias de esos cursos acelerados de famosos que son Gran Hermano y Operación Triunfo son diáfanas: la fama fascina, es el gran premio al que aspiran masas de personas que no encuentran otras alternativas. Cada noche esta nueva lotería asienta su poder real. Es una educación más eficaz -y menos discutida- que la que propone la ministra de Educación.

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