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Columna
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Posesión

El último aguacero ha asolado por segunda vez en pocas semanas un barrio de Castelldefels. Lo hemos visto en televisión. Hemos visto las lágrimas de los que lo han perdido todo, hemos escuchado su desesperación, sus expresiones airadas. Lo que ha ocurrido tiene poco que ver con las clásicas inundaciones mediterráneas causadas por formidables riadas. La palabra que los técnicos usan es anegación. Llueve y el suelo no traga. La lluvia, como un grifo, rellena una especie de embalse, cuyo principal muro de contención es la autopista del Garraf y cuya base es la excesiva urbanización de la zona. El grotesco embalse carece de drenaje: no hay manera de que se ejecute la construcción del gran colector de Montemar, previsto desde hace años. Las administraciones se acusan mutuamente de negligencia, mientras los ciudadanos se desesperan con el agua en las rodillas. Una vez más la política pierde la batalla de la realidad y se anega en las aguas del desprestigio.

El fenómeno de las temibles tormentas mediterráneas es un viejo problema. Parecería lógico que los gestores públicos lo tuvieran presente cuando permiten o impulsan intervenciones sobre el territorio. No sólo lo olvidan: diríase que laboran a conciencia para agravarlo. Unánimes, los expertos afirman que la incesante urbanización del territorio costero es más que abusiva o perniciosa: es una pura, insoportable, barbaridad. No estamos hablando solamente de la costa catalana o valenciana, sino de la provenzal, la ligur, la adriática. La antigua Via Augusta se ha convertido en un continuo urbano que encementa el territorio, destroza el paisaje, depreda el suelo y abusa de los recursos naturales hasta límites indecentes. Cuando un gestor político se atreve a usar el adjetivo sostenible para decorar el sustantivo de su gestión territorial, se comporta como un sinvergüenza o como un cándido (ambas actitudes son muy propias de un tiempo, el nuestro, en el que lo verbal se impone a lo real, como sucedía en la época de los hipócritas bíblicos).

Y, sin embargo, es pertinente plantearse: ¿Son los políticos los únicos responsables de esta carrera hacia el cemento absoluto? ¿Son ellos los principales agentes de la incesante, insensata, depredación del territorio? Creo que no. Dejo a un lado a los que se sitúan fuera del sistema, proponiendo vías imposibles y consoladoras, y me pregunto: ¿pueden, acaso, los políticos democráticos parar este tren de gran velocidad que marcha a lo loco arrastrado por la formidable energía de la avidez? ¿Mediante qué mecanismos de verosímil efectividad podrían hacer frente al único valor, el crecimiento económico, que dirige el sentido y la marcha de nuestra sociedad? Los ídolos éticos que acompañaron la aparición del sistema capitalista (igualdad, fraternidad, libertad) se han erosionado hasta tal punto que ya no son más que figuras decorativas; y la planificación económica ha sido históricamente ridiculizada: es obvio que nada queda ya con sentido, con fuerza motriz, más allá del interés económico puro y duro. Si los únicos límites son los del mercado, ¿cómo puede un político que no tenga vocación de profeta marginal, enfrentarse a las leyes que este mismo mercado genera? ¿Acaso puede condicionar significativamente la especulación inmobiliaria para, fiel al sentido común, proteger la naturaleza? ¿Puede, acaso, ordenar el caos que la avidez de los especuladores el suelo han impuesto en las zonas más pobladas o deseadas? El suelo y el agua no deberían estar sometidos a la ley del más fuerte, ¿pero quién puede ponerle el cascabel a ese gato?

Podría hacerse en nombre de lo que antes se llamaba el pueblo, el interés común y democrático. Pero tampoco el pueblo es ya lo que era. La presión sobre el territorio no la ejercen solamente aquellos ávidos oligarcas de habano y chistera que los humoristas caricaturizaban no hace tantos años. La presión la ejercen también las clases medias. Desde hace décadas, estas clases (profesionales, comerciantes, pequeña burguesía, autónomos, obreros especialistas) imitan, a distinta escala, a la gran burguesía, la cual, a su vez, imitó, en sus tiempos, a la aristocracia: todos queremos tener un chalecito o, cuando menos, un segundo apartamento; todos deseamos pisar el propio fundus, aunque sea minúsculo; todos deseamos compaginar el campo y la ciudad. Y necesitamos formidables infraestructuras, vías, autovías, autopistas, aeropuertos, puertos, puertos deportivos, colectores, túneles que acaban convirtiéndose en embudos, que siempre hay que ampliar, dilatar, ensanchar, extender. Uf, dijo él. El problema de nuestro tiempo es la ausencia de velos morales, es la desaparición de pretextos ideológicos con los que envolver, dignificar o suavizar la descarnada estampa de nuestras acciones. La mansión del burgués con sus enormes jardines sobre el mar parece no solamente bella y admirable, sino ecológicamente sensata. Mientras que la visión del apelotonamiento costero produce vértigo y desasosiego. ¿Con qué derecho, en nombre de qué raro aristocratismo, podríamos poner el cascabel al gato popular dejando libre al elegante gato de Angora?

No quisiera cerrar el artículo con la indiferencia del fatalista. No existe, de momento, alternativa al sistema; pero esto no significa que todas las políticas sean iguales. Una mirada menos genérica a las inundaciones de Castelldefels insiste en un viejo dato que la reciente guerra de banderas impide leer con claridad una vez más. En nombre de la senyera, fue eliminada una institución metropolitana que, dentro de lo que el sistema económico permite, podría haber contribuido a ordenar el territorio en el que se arraciman más de cuatro millones de catalanes. Sin estorbos, en nombre de la patria desvalida, con una política de acoso, más que de colaboración, con los ayuntamientos, ha reverdecido en Cataluña lo que los geógrafos llaman el 'nuevo desarrollismo'. Se trata de un sentimiento muy entrañable, como el de aquel marido que asesinó a su mujer y exclamó 'la maté porque era mía'.

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