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Columna
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Eugenio, 'El Cucaracha'

Cuando yo le conocí, aún no le llamaban El Cucaracha. Tengo una foto en blanco y negro de ambos en la que, mientras yo sonrío al objetivo, él mantiene una posición desafiante ante la cámara, con el ceño fruncido, como si ya de niño aborreciese ser retratado. Eso sí, no se me olvida su determinación, inusual para un chaval de su edad, su aire adulto, y, sobre todo, su rebeldía en las aulas. Si tuviera que ponerle un rostro imaginario, tal vez hubiese sido el del niño Doinel, de Truffaut, o el de Guillermo Brown, de Richmal Crompton, pero con unos años menos. Con Ugenio, que así le llamaba yo, planeamos la evasión de nuestras casas para emigrar a otras tierras -en concreto a Brasil- y todo ello a la escasa edad de siete años.

Y lo cumplimos. O por lo menos, la primera parte del plan. Logramos escaparnos. Habíamos discutido la idea durante largo tiempo en clase, hasta dar forma a la huida, que se decidió mediante susurros poco antes de dar por terminada la jornada lectiva. Aprovechando el caos de los autobuses tomamos las de Villadiego, corriendo enloquecidos por las calles con nuestras batas azules, que nos desabrochamos enseguida, porque eran algo así como nuestros uniformes de presidiarios. Por aquel tiempo, nuestro colegio se hallaba en la ciudad, así que no nos resultó demasiado difícil llegar al parque de los patos, en donde -previsores- quisimos aprovisionarnos de alimento intentando cazar patos y cisnes, cosa que fue imposible: los patos eran más rápidos, y los cisnes, unos cabrones.

Y de pronto el coronel, el hombre de la selva, el pirata, o lo que fuese Ugenio en aquellos momentos, hizo un mohín sombrío, arrugó el ceño más que nunca dando a entender que algo le fastidiaba sobremanera, y, como si fuese a tirarse un pedo en lugar de expresar un pensamiento, dijo: 'Tengo hambre', y después añadió: 'Me voy a casa'.

A mí me sorprendió su deserción. En realidad, me sentí traicionado. '¿Y Brasil?', le pregunté. 'Me da igual. Tengo hambre', repitió. Y se marchó arrastrando su bata azul, no antes de decirme que nos veríamos al día siguiente en el colegio, y que seguramente estaríamos castigados.

He de reconocer que, a esa edad, desde el parque yo no recordaba bien el camino hacia mi casa, y que me perdí. O tal vez es que, por ese amor a la aventura que aún en mí no se había extinguido, escogí el camino acertado. Así que deambulé por la ciudad un buen rato, un tiempo mágico y peligroso durante el cual Bilbao adquirió para mí una dimensión especial, quizás la fisonomía de Río de Janeiro, y el Sagrado Corazón era el Cristo, y bueno, el Pan de Azúcar podía ser el Pagasarri, pero al fin y al cabo presentía que mi familia me estaría buscando, que tarde o temprano alguien me encontraría, y que me iba a caer una buena zurra.

Fue exactamente lo que ocurrió. Al día siguiente volví a ver a Ugenio en su pupitre. Estábamos ambos castigados, pero nuestra relación nunca volvió a ser la misma. Tal vez nos avergonzaba profundamente nuestra captura. No habíamos estado a la altura de las circunstancias. Él era un desertor por hambre, y yo me había dejado apresar, extraviado en la ciudad. El caso es que al poco tiempo no supe nada más de él, porque desapareció trasladado a otra clase, y creo que más tarde dejó el colegio. Con el tiempo lo olvidé.

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Las siguientes noticias que tuve de Ugenio, cuando ya le llamaban Eugenio, El Cucaracha, me las ofreció en bandeja el periódico, muchos años más tarde. Según la prensa, mi amigo Eugenio, siempre apodado El Cucaracha y muy conocido por la policía, había atracado una farmacia con una escopeta de cañones recortados y, antes de ser detenido, había protagonizado una espectacular huida en coche por Bilbao. '¿Te acuerdas de que tú te escapaste por ahí una vez con él?', me decía mi familia.

Yo no sabía bien si sentirme orgulloso o avergonzado de mi amigo Ugenio, El Cucaracha, pero, la verdad, nunca hubiera dicho que fuese un mal chico. Muy por el contrario, fue uno de mis mejores amigos. 'Cagondiez, Ugenio', murmuré, 'mira que dejarte pillar'.

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