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Reportaje:

El desafío de Matalascañas

Los turistas superan las deficiencias para poder pasar un día en la playa más cercana a Doñana

Hace ya mucho tiempo que a Matalascañas se la conoce como la playa de los sevillanos. Los escasos 100 kilómetros que la separan de la capital hispalense y su situación privilegiada junto al Parque Nacional de Doñana la han convertido en el principal destino turístico de la provincia de Huelva; sin embargo, para los simples turistas que no son propietarios cada vez es más difícil acceder a cualquier tramo de sus 4'5 kilómetros de longitud.

El primer desafío es aparcar. Lograr estacionar el coche en Matalascañas puede convertirse en una auténtica odisea. Si alguien llega después de las 11 de la mañana se encontrará con una larga cola de vehículos que aguardan para entrar en el aparcamiento, que es donde más cerca de la playa se puede aparcar. Precio: 1 euro la hora. El lugar en cuestión ha sido siempre público, pero su privatización a manos del Ayuntamiento de Almonte, del que depende Matalascañas, es una de las novedades estivales. Los más afortunados consiguen dejar su coche, pero a las 12.30 un hombre con uniforme y gorra azul cierra la entrada con una valla del mismo color y cuelga un cartel que pone completo. Es entonces cuando empieza la odisea, porque encontrar un hueco libre donde estacionar en las calles de Matalascañas es prácticamente imposible.

Si el turista ha logrado dejar su coche en el aparcamiento, ya sólo tendrá que recorrer a pie los casi 500 metros de carretera que lo separan de la playa. Junto a él, un continuo ir y venir de gente cargada con sombrillas, neveras, mesas y sillas plegables, esterillas, colchonetas y demás utensilios propios de esta época del año. La mayoría de estas personas ha descendido de los autobuses de la compañía Damas, que antes paraban en primera línea de playa pero que ahora, debido al nuevo plan circulatorio impuesto por el Ayuntamiento, sólo llega hasta el aparcamiento.

Al final, por fin, la playa. Entre la multitud de puestecillos que venden desde tatuajes de henna hasta transistores puede verse, al fondo, la famosa Torre de la Higuera, el elemento más emblemático y llamativo de Matalascañas. Se trata de la base de una serie de torres vigía que a finales del siglo XVI se edificaron a lo largo de esta costa para defenderse de las incursiones piratas de los berberiscos. Esta piedra, que con su forma de tapón simula estar evitando que el mar desaparezca por un desagüe imaginario, parece estar dotada de un extraño magnetismo que obliga a los veraneantes a aglutinarse a su alrededor. Cuanto más cerca, mejor.

Tratar de encontrar un sitio en el que extender la toalla y tumbarse a tomar el sol resulta complicado en esta zona de la playa. Un manto de sombrillas de todos los colores y diseños cubre la arena, y el olor a bronceador y leches corporales se mezcla con el que desprenden las cocinas de los restaurantes y chiringuitos que hay repartidos por toda la playa y en los que la cerveza parece no acabarse nunca. Las tumbonas y alquileres náuticos completan el panorama.

A la hora de la comida, sobre las tres de la tarde, el ambiente se transforma. Se abren las sillas y las mesas plegables y hacen su aparición las fiambreras. Aliños, ensaladas y tortillas de patatas son los platos más comunes, aunque tampoco faltan croquetas y filetes empanados. Los más pequeños suelen apañárselas con bocadillos, y hay hasta quien se lleva un termo con el café. Para los que prefieren que les pongan la comida por delante las opciones son casi ilimitadas, y las hay para todos los bolsillos, desde menús del día por 7 euros hasta un solomillo de cerdo ibérico por 15. En cualquier caso, la paella y el pescaíto frito son los auténticos protagonistas.

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La falta de servicios y la masificación es algo que los vecinos y hoteleros vienen denunciando desde hace tiempo. Mientras, los turistas siguen llegando cada verano, atraídos quizás por el magnetismo que parece emanar de la piedra que preside la playa.

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