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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

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Aunque sólo fuera por su contribución al mantenimiento del equilibrio demográfico de España, habría que estar agradecidos a los inmigrantes. El primer bien de un país es su población, y la tendencia de la española, según los informes de la ONU, era a disminuir lentamente hasta 31 millones de habitantes en 2050, convirtiéndose además en la más vieja del planeta.

La inmigración llegada a España en los últimos años ha roto esa tendencia, nefasta para el sistema productivo y sus necesidades de mano de obra y gasto social. Según el último censo, España tiene hoy 40.847.371 habitantes, es decir, dos millones más que hace una década. Y el factor principal de ese aumento es la presencia cada vez mayor de inmigrantes: un millón y medio, cuatro veces más que en 1991. Es cierto que ningun país puede basar su equilibrio demográfico exclusivamente en la imigración, pero en el caso de España su aportación es básica a corto plazo y lo seguirá siendo, probablemente, a medio.

La tasa de natalidad de las españolas, a pesar de un ligero repunte en los últimos años, está en 1,23 hijos por mujer fértil, lejos todavía de la tasa de reposición: 2,1. En una España demográficamente estancada y que, además, envejece, la inmigración viene como agua de mayo. Algo que deberían tener en cuenta algunos discursos políticos, empeñados en una visión catastrofista del fenónemo migratorio.

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Los flujos migratorios son procesos reversibles, pues dependen de factores económicos y de otros impredecibles. De ahí que su efecto demográfico sea incierto. La única manera de asegurar en lo posible ese efecto y de consolidarlo es la integración social del inmigrante y unas políticas menos rígidas. Los informes de la ONU cifran en 240.000 los inmigrantes que necesitaría España cada año para mantener la actual proporción entre población pasiva y activa. Es dudoso que el actual modelo regulatorio de la inmigración responda a esa necesidad. Pero es también evidente que el equilibrio demográfico dependerá cada vez más en el futuro de políticas activas que concilien el trabajo con la maternidad y que eliminen las trabas que rodean el bien social que supone tener hijos.

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