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Columna
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'UNA MUJER atractiva, cuya cabellera se desparrama sobre su frente, ha recibido una carta en la oscuridad. Evidentemente está demasiado impaciente como para buscar una lámpara, así que toma unas tenazas y, levantando un trozo de ardiente carbón del brasero, laboriosamente lee con el débil reflejo. Una escena deliciosa'. He aquí una de las muchas anotaciones sueltas que se esparcen por El libro de la almohada, de la escritora japonesa Sei Shônagon, a quien se cree nacida hacia el año 996 y que estuvo al servicio de la emperatriz Sadako (976-1001). Dado a conocer entre los occidentales por Arthur Waley en 1928, que lo tradujo fragmentariamente al inglés, ahora acaba de aparecer la primera edición completa en castellano de El libro de la almohada (Adriana Hidalgo, editora) a cargo de Amalia Sato, algo que, a mi juicio, hay que considerar como un acontecimiento cultural de primer orden, porque, junto al sí disponible entre nosotros Romance de Genji, de la también escritora Murasaki Shikibu, es uno de los monumentos literarios clásicos de Japón.

En la última de sus entradas, la número 185, Anochece, Sei Shônagon nos cuenta cómo aprovechó unas resmas de papel sobrantes, que le regaló la emperatriz, para escribir su libro, el cual lleva el título reseñado, porque, según dijo en ese momento, ella, de poseerlas, las habría usado como almohada, una ambigua declaración que conllevaba también lo que nosotros entendemos como 'libro de cabecera'. Se trata, en cualquier caso, de una declaración que resta pretensión literaria al libro, como luego la misma autora recalca mediante la afirmación de que 'escribí para mi propio entretenimiento, y apunté únicamente lo que sentía'. Ambas cosas parecen ciertas, porque cada una de las anotaciones están dictadas por el azar de una impresión ocasional y están escritas en el estilo que significativamente los japoneses denominan 'zuihitsu', que podemos traducir como 'a vuelapluma'.

Como en el caso de Sei Shônagon, las grandes obras artísticas no pocas veces surgen como al desgaire, sin otra pretensión que reflejar el curso de algunos bellos giros de nuestra imaginación, entreverada de pensamientos sueltos. Pero no todo el mundo está preparado para afrontarse, con esmero y sinceridad, desde una perspectiva tan modesta, y, mucho menos, observar con amorosa atención los minúsculos detalles del efímero acontecer del ser humano. Aspirar el viento sutil de esta levedad, casi inapreciable, de nuestra existencia es lo que enfáticamente se denomina 'inspiración'. La de la cortesana Sei Shônagon se demoró en la realización del inventario de aparentes futilidades, cuya fragancia poética, sin embargo, diez siglos después y en el otro extremo del mundo, nos conmueve hasta la raíz.

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