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HORAS GANADAS
Columna
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Tiniebla blanca

Rafael Argullol

Uno de mis primeros recuerdos de violencia televisiva es la imagen de Patricio Lumumba, el artífice de la independencia del Congo y uno de los dirigentes más prestigiosos de la descolonización africana, inmediatamente antes de su desaparición y muerte. (Entonces todavía se oía a la gente decir cosas como 'es insoportable comer mientras ves eso por la televisión'; con los años y la costumbre eso ha dejado de interferir en las tareas digestivas). Lumumba, también en las fotos del periódico, aparecía sin sus habituales gafas, con los ojos desmesuradamente abiertos, los ojos más abiertos que yo había visto hasta aquel momento. Muchas veces he recordado esta mirada, aunque sabiendo ya que aquella era la mirada, única en la intensidad, del pánico. Quizá en un hombre sabio como Lumumba era asimismo la mirada del horror.

Tras esta imagen inolvidable se sucedieron muchas otras imágenes de violencia africana en mi retina. Muerto Lumumba, el Congo fue cuarteado y arrasado por la brutalidad y la corrupción. Después, con los mismos medios, el incendio prendió en toda África y las llamas consumieron las enormes esperanzas concebidas. En el tiempo transcurrido desde la irrupción de aquellos ojos rodeados de infierno no ha habido tregua y se nos ha servido puntualmente nuestra ración visual en el festín del caos africano. Cuando los perros de la guerra no ladraban en Angola, lo hacían en Liberia; cuando no había mutilaciones en Sierra Leona, eran Ruanda y Burundi las que se zambullían en un baño de sangre; cuando cesaba el terror en la sabana, rebrotaba, más barroco todavía que antes, en la selva.

Con el paso de los lustros, y con la superposición continua en nuestras pantallas de los intrincados senderos de un laberinto siempre enrojecido, los detalles se han ido perdiendo en la niebla de la memoria. A excepción de sus guetos turísticos, esporádica referencia del esporádico visitante, África es, para la inmensa mayoría de ciudadanos-telespectadores, un decorado de confuso pasado y de improbable futuro frente al que se escenifica una obra de macabra absurdidad.

Hemos olvidado, si es que lo supimos alguna vez, el nombre de sus ciudades, de sus lenguas, de sus culturas. En especial hemos olvidado a quienes, como Patricio Lumumba, soñaron con una África muy distinta a la que ahora vemos, embrutecida, en nuestras televisiones. Tampoco recordamos, por supuesto, los orígenes de este embrutecimiento, hasta el punto de sospechar que pueda ser inmemorial. Las causas particulares han quedado tan sepultadas en el vértigo de las consecuencias que el paisaje africano está cubierto por una densa polvareda de miseria y crueldad.

Y, sin embargo, bastaría con echar una ojeada al demasiado nítido mapa de África para comprender que esta milimétrica geometría de fronteras trazada en las cancillerías europeas del siglo XIX no podía augurar nada bueno: Europa no se contentaba con los cuerpos y los diamantes africanos, quería también réditos sobre el porvenir espiritual que aseguraran aquellas posesiones y, para ello, nada más eficaz que tatuar un continente con cicatrices imperecederas. El horror reflejado en los ojos de Lumumba se mide en la inocua precisión geométrica del mapa de África. Así actuó, y actúa, pese a nuestros olvidos, la tiniebla blanca.

No deberíamos ignorarlo cuando conmemoramos el centenario de un libro que habla también de la tiniebla y del horror en la época en que aquel mapa fue concebido y ejecutado: El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad (una provocativa exposición alrededor del autor y la obra puede contemplarse actualmente en el palacio de la Virreina de Barcelona). Soy un seguidor casi incondicional de la literatura de Conrad, de manera que justificaría la mayoría de sus textos. No creo que se haya escrito nada mejor sobre la redención de la culpa que Lord Jim ni sobre la lógica obsesiva del orgullo que El duelo. La línea de sombra, por su parte, es una joya cristalina que concentra lo que, en mi opinión, es el gran tema de la literatura occidental: la espera desconcertada del hombre.

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Pero, de entre los libros de Conrad, El corazón de las tinieblas es el que ha llamado más mi atención en épocas muy diversas de mi vida. Esto lo convierte en mi favorito. En ningún momento, sin embargo, he podido leerlo en términos sociológicos o políticos: ni como un alegato anticolonialista, ni mucho menos, por supuesto, como un documento racista o blanco. El horror al que conduce Conrad a través de los modernos círculos dantescos que jalonan el río Congo (las voluntarias conexiones con la Divina comedia son constantes) no es ni blanco ni negro puesto que está instalado en una región de la conciencia más allá de las razas y las civilizaciones. Kurtz, el misterioso habitante del corazón de la tiniebla, es el depositario de un horror sin límites, pero no por su sarcasmo, o por su despotismo, o por su angustia sino, precisamente, porque ha quedado al margen de aquella espera desconcertada del hombre. De ahí su poder absoluto y su abismo definitivo.

Kurtz, y lo que representa, no pertenece a ningún río concreto. En la novela de Conrad se ha atrincherado en la parte más recóndita del río Congo. Pero su silueta puede asomarse por la ribera de cualquier río. La historia moderna de África invita con frecuencia a una confusa yuxtaposición de amenazas y a la creencia, por pereza o por convicción, de que toda tiniebla es negra. No obstante, la que vieron los ojos de Lumumba era también blanca. Orson Welles, con su lucidez intempestiva, pensó en adaptar El corazón de las tinieblas a la selva de Nueva York y al río Hudson. También hubiera acertado con el Rin, el Támesis o el Sena.

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