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Columna
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De inseguridades

En las últimas semanas, cuestiones de trabajo me han llevado a visitar, sin solución de continuidad, escenarios muy diferentes y alejados entre sí: París, Washington DC, Dakar. Muy diferentes y alejados y, al mismo tiempo, dominados por preocupaciones estrechamente emparentadas. Todas las aguas se comunican, dice un proverbio africano.

En París, el 21 de abril, asombro, desconcierto, incredulidad ante el ascenso de Le Pen y la debacle de Lionel Jospin en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Un político decente, avalado por una gestión gubernamental honrada y eficiente, ha quedado apeado de la carrera presidencial en beneficio de un charlatán fascista. Como telón de fondo, una izquierda fragmentada, amplios sectores sociales políticamente desmotivados y una campaña electoral dominada por el tema de la inseguridad ciudadana, una supuesta inseguridad demagógicamente vinculada a la inmigración. La misma noche de la primera vuelta electoral, sin embargo, apenas dos horas después de conocerse los resultados provisionales, las plazas de la República y de la Bastilla se llenan de millares de jóvenes, muchos de ellos inmigrantes o hijos de inmigrantes, que llaman a la movilización contra Le Pen y a la defensa de los valores democráticos, pero también muestran su irritación contra una izquierda fragmentada no tanto por sus diferencias programáticas como por sus intereses corporativos y por la incompatibilidad de sus respectivos santorales.

En Washington, miedo, mucho miedo. Tras el 11-S, la ciudad parece haberse instalado en la paranoia de la inseguridad. No se trata sólo de que todos los sistemas y mecanismos de vigilancia de cualquier local público se hayan reforzado significativamente o de que muchas empresas privadas entreguen a sus empleados equipos de supervivencia frente a eventuales ataques químicos o bacteriológicos. Tanto o más llamativo resulta el hecho de no poder hablar con nadie sin que al cabo de pocos minutos aparezca en la conversación el fantasma de la inseguridad y la amenaza de nuevos ataques terroristas, todo ello aderezado con una salsa de lamentos por la incomprensión que la política internacional de Estados Unidos despierta en la mayor parte del mundo, incluidos buena parte de los ciudadanos europeos. En cierto modo, Bin Laden ha ganado la partida. Ha clavado el miedo en el alma y en el cuerpo de la sociedad norteamericana.

Al mismo tiempo, sin embargo, the show goes on, en Washington como en el resto de Estados Unidos. ¿Qué show? El show constante, avasallador, del exceso en todos los órdenes de la vida. El show de la superabundancia, del despilfarro, de la publicidad omnipresente y agresiva, de la bulimia consumista, de la glorificación de la especulación financiera, de la obsolescencia planificada, de la invasión de calles y calzadas perfectamente asfaltadas por vehículos todoterreno, prepotentes, casi blindados, devoradores de combustible. Y al mismo tiempo, en la misma sociedad, en los mismos individuos, angustia, inseguridad, incomprensión, paranoia... ¿Cuál es la causa, cuál el efecto?

En Dakar, el ambiente es otro. Ni la inseguridad ni mucho menos el terrorismo tienen un papel significativo ni en el discurso oficial ni en las conversaciones privadas. Pero la inseguridad sí forma parte de la experiencia cotidiana, hasta tal punto que resulta superfluo hablar de ella. Constituye un elemento permanente del clima, del paisaje. Claro que se trata de otra forma de inseguridad: la falta de inversiones, empleos, infraestructuras, equipamientos y servicios; la inundación desde los países ricos de productos de ínfima calidad, o de segunda o séptima mano, que destruyen el tejido económico local tradicional; el proteccionismo comercial de esos mismos países ricos, adalides de la globalización, frente a los productos del Tercer Mundo; la pobreza, la enfermedad, la lucha diaria por la supervivencia frente a la miseria... En ese marco, la emigración a algún país del norte como única válvula de escape para muchos, por más que el único horizonte sea el de venderse como mano de obra sumisa y barata, dispuesta a hacer todos aquellos trabajos duros, frecuentemente insalubres y mal pagados, que pocos nativos de los países ricos estamos ya dispuestos a hacer.

El mundo como sistema de inseguridades, distintas pero interdependientes.

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En fin, regreso a Barcelona y constatación de que también aquí el tema ha ido escalando posiciones en la agenda política. Y de que también aquí, como en el caso francés, la derecha asocia de manera sistemática y demagógica su versión de la inseguridad a la cuestión de la inmigración. Y a su vez, la cuestión de la inmigración es asociada a uno de nuestros fantasmas más queridos, el de nuestra identidad permanentemente amenazada, ahora no ya sólo por nuestros enemigos tradicionales, sino por los nuevos invasores de diferente tez y encima de diferente religión. Como en el caso norteamericano, nos sentimos incomprendidos y amenazados por aquellos que debieran estarnos agradecidos. Y con la mezcla indiscriminada de ingredientes como inmigración, delincuencia, identidad, moros, negros, islam y lo que haga falta, empezamos a cocinar una empanada mental altamente peligrosa, potencialmente venenosa.

No hacen falta grandes dotes proféticas para prever que en la próxima oleada de campañas electorales (municipales dentro de un año; autonómicas de Cataluña en año y medio; legislativas españolas poco después) seguridad e inmigración van a ser dos de los temas estelares. Mejor que nos preparemos para ello. Que no olvidemos que hay más de una inseguridad y que, en último término, por la superficie o bajo tierra, todas las aguas se comunican.

Pep Subirós es escritor y filósofo.

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