El temible ideario de un viejo fascista
El veterano Le Pen ha sabido aglutinar ideas rancias y xenófobas en un programa para echarse a temblar
Jean-Marie Le Pen es el más rico de todos los candidatos presidenciales que han entrado en liza en esta elección, probablemente el único multimillonario. También es el más viejo, con sus 73 años, cuatro más que su rival, Jacques Chirac. Y el más veterano en las lides políticas: empezó en fecha tan temprana como 1956, de la mano de Pierre Poujade, el líder de un movimiento de pequeños comerciantes que quería menos impuestos. Nadie rivaliza con él en veteranía como dirigente de un partido, en su caso, el Frente Nacional, que fundó y preside desde 1972, y dirige con mano de hierro como si se tratara de su propiedad particular. Tampoco rivaliza nadie con él en comparecencias ante los tribunales, principalmente por agresiones, la última hace ya cinco años a una alcaldesa socialista, que le ha ocasionado una condena de inhabilitación y ha estado a punto de arruinar su carrera política.
Ha sido toda la vida un pendenciero y un lenguaraz, con dotes de mando y una enorme capacidad histriónica
En su panoplia de medidas encuentran inspiración los partidos xenófobos más jóvenes
Le Pen y su FN son ante todo un genuino producto de los dos últimos siglos de historia francesa
Le Pen es la extrema derecha de toda la vida, pero esto no significa que cinco millones de franceses sean fascistas
El abismo del choque de civilizaciones es para Le Pen la cancha ideal donde se jugarán los partidos del futuro
Le Pen ha sido toda la vida un pendenciero y un lenguaraz, con dotes de mando y una enorme capacidad histriónica, una buena inteligencia política y una cultura más amplia de lo que él mismo quiere mostrar, pero con una irrefrenable tendencia a la provocación, al insulto y a la intimidación. A su edad, todavía es hombre de gimnasio, pesas y juego de puños, acostumbrado toda la vida a dar primero y hablar después. Con su estatura de 1,84, su pelo rubio ahora ya cano y su buena forma física, acompañado de un rostro de luna congestionada, un ojo de cristal, una fría sonrisa odontológica y un vozarrón que sabe declinar todas las entonaciones de la socarronería y del despecho, este hombre consigue aún mantener una apariencia física temible. Sobre todo cuando deambula micrófono en mano por los escenarios flameantes de banderas de sus mítines, con abundante gesticulación, al estilo de los predicadores norteamericanos.
La hazaña que acaba de conseguir está rozando un sueño, el personal de Le Pen, y el de la extrema derecha francesa, que sólo pudo alcanzar el poder en una ocasión, gracias a la invasión alemana, y fue desalojada por los Aliados en 1944. Ha derribado al candidato socialista y primer ministro en ejercicio, Lionel Jospin, de la segunda vuelta electoral. Se ha situado a menos de tres puntos del candidato de la derecha democrática y presidente en ejercicio, Jacques Chirac, y sumando los votos de su ex lugarteniente disidente, Bruno Mégret, sitúa el voto de extrema derecha por encima. Ha conseguido convertirse en el protagonista de los quince días de campaña electoral para la segunda vuelta, de forma que la elección no es entre Chirac y Le Pen, sino entre Le Pen y la República. Chirac, su rival, ni siquiera le designa por su nombre cuando tiene que atacar sus ideas en los mítines.
Los analistas políticos se esfuerzan en explicar el fenómeno Le Pen a partir de la sociedad francesa de hoy, pero Le Pen y su Frente Nacional son ante todo un genuino producto de los dos últimos siglos de la historia de Francia, la época precisamente en la que se han forjado los ideales republicanos a los que se oponen de forma radical las distintas familias de la extrema derecha. En el Frente están los católicos integristas, los nostálgicos de la Argelia colonial, los herederos del petainismo, los neopaganos nazis, los antisemitas que niegan la existencia de los campos de exterminio, los grupos antiabortistas, los monárquicos legitimistas, los herederos de las ligas de extrema derecha de los años treinta y de Action Française, de Charles Maurras y también corrientes neoconservadoras surgidas posteriormente, al amparo del thatcherismo y del reaganismo, y aglutinadas sobre todo alrededor de Grece y de Club de l'Horloge, la sociedad de ideas fundada precisamente por Bruno Mégret cuando era militante del neogaullista RPR. Es la revancha de la Revolución Francesa, la Contrarrevolución. Por primera vez en su largo e infructuoso combate, todos estos grupos ven con satisfacción que su candidato llega a la final y que puede hacer creíble ante los electores su programa de gobierno.
El programa es para echarse a temblar. Jean-Marie Le Pen mantuvo amistades y relaciones en la España de Franco, donde vivían protegidos por el régimen un puñado de exilados fascistas como Louis Darquier de Pellepoix, que fue comisario para la Cuestión Judía del mariscal Petain y responsable de millares de deportaciones a los campos de exterminio; Abel Bonnard, ex ministro de Educación del régimen de Vichy y conocido como Gestapette por sus aficiones sexuales, o Leon Dregrelle, caudillo del rexismo y amigo de Hitler, entre muchos otros. Poco se ha indagado sobre este exilio y tampoco sobre las relaciones españolas de Le Pen, pero son conocidas las que mantenía con Fuerza Nueva de Blas Piñar. Pues bien, lo que permite a un lector español entender algo de lo que quisiera hacer Le Pen si venciera en la segunda vuelta lo puede encontrar en su memoria o en la memoria de sus padres respecto al franquismo más genuino, el régimen que se constituyó en puerto de asilo para buen número de los fascistas derrotados en la Segunda Guerra Mundial. En vez de Isabel la Católica, Juana de Arco. En vez de José Antonio, Petain. Pero la misma censura cultural, la reimplantación de la pena de muerte naturalmente, los controles sobre las fronteras, la policía con más poderes, la persecución del aborto, la legislación contra la pornografía... Y además, la ruptura con la Unión Europea, a la que califica de 'cárcel de los pueblos', el abandono del euro y el regreso al franco francés, la salida de la OTAN, la imposición de aranceles y barreras comerciales para proteger los productos franceses. En resumen, autarquía y autoritarismo.
El capítulo más original y moderno, en el que el Frente Nacional está en la vanguardia de las extremas derechas y de la xenofobia europea, es el tratamiento de la inmigración. En su panoplia de medidas encuentran inspiración los partidos xenófobos más jóvenes que están surgiendo en toda Europa. El concepto de preferencia nacional es una fabricación del Frente Nacional y lleva a excluir del trabajo, de los servicios sociales, de las ayudas para vivienda, familia o enseñanza, a quien no tenga la nacionalidad francesa. La adquisición y mantenimiento de la nacionalidad es objeto también de un tratamiento especial, que conduce indefectiblemente a la posibilidad de desposeer de la nacionalidad a muchos inmigrantes que la han adquirido en los últimos años. La inmigración legal queda prohibida. Los inmigrantes sin papeles deberán ser expulsados inmediatamente, al igual que los delincuentes extranjeros. Se anula cualquier tipo de reagrupamiento familiar. Queda prohibida la doble nacionalidad. Se suprimen los permisos de residencia. Se abre un capítulo de incentivos para la repatriación de los inmigrantes, en forma de un impuesto patronal y de un tipo de ahorro incentivado para regresar al país de origen. La ayuda a los países desarrollados queda también condicionada al regreso de sus inmigrantes. Las medidas más drásticas y brutales se combinan con ideas sofisticadas, elaboradas por ideólogos que cuentan con un buen arsenal teórico.
Aunque estas medidas están dirigidas a todos los extranjeros, incluidos los ciudadanos de la Unión Europea, que se verán desposeídos del derecho de voto en las elecciones locales, el objetivo principal de Le Pen son los inmigrantes del norte de África y de Turquía, es decir, árabes y musulmanes. Históricamente, la extrema derecha francesa ha sido siempre xenófoba, ya fuera contra los inmigrantes italianos, polacos o españoles -principalmente los exilados republicanos-. Pero ahora es una xenofobia especial, focalizada contra lo árabe y lo musulmán, en la que el historiador Benjamin Stora ha visto la explotación del complejo de petit blanc de las colonias frente al indígena, pero trasladado ahora a la metrópolis. Esta nueva forma de exclusión y de rechazo del otro no es un cuerpo de ideas estables, sino que se halla todavía en fase dinámica de elaboración. La estampa más plástica de la movilidad de estas nuevas fobias la proporcionó la recepción violenta que ofrecieron grupos de extrema derecha próximos a Le Pen al líder antiglobalización José Bové a su llegada al aeropuerto Charles de Gaulle después de visitar a Yasir Arafat en su reclusión de Ramala.
Los árabes y el islam son un elemento a la vez de atracción y de perturbación para Le Pen y su Frente Nacional. Le sucede algo similar a Jörg Haider y su FÖP. Por un lado, un antisemitismo histórico y de profundas raíces les conduce a buscar la amistad de los árabes y musulmanes frente a los judíos e Israel. Lo demuestran las excelentes relaciones de Le Pen con Sadam Husein y de Haider con Gadafi. Por la otra, su xenofobia y su racismo son fundamentalmente antiárabes. Los enemigos más nítidos de Le Pen son los jóvenes beurs de los suburbios. Y su supremacismo blanco y cristiano les lleva a una enorme prevención respecto a la extensión del islam en Europa. La cruzada norteamericana contra Bin Laden y la culpabilización indiscriminada del mundo islámico emprendida por personajes como el presidente del Consejo italiano, Silvio Berlusconi, o la escritora de la misma nacionalidad Oriana Fallaci son de una enorme utilidad para Le Pen, aunque puedan entrar en contradicción con su antisemitismo radical. El 11-S ha jugado claramente a favor de Le Pen, a pesar de su antiamericanismo. No es anecdótico que de la comunidad judía francesa haya salido una importante corriente de votos hacia el candidato del Frente Nacional y que uno de los principales dirigentes de dicha comunidad haya expresado su satisfacción por los resultados de la primera vuelta. El traslado de la tensión de la Intifada palestina a los suburbios de París, donde proliferan los ataques e incidentes violentos contra ciudadanos e instalaciones de la comunidad judía ha sido un elemento central en la creación del clima de inseguridad que ha favorecido a Le Pen.
El Frente Nacional es un partido comunitarista, blanco y cristiano, basado en la identidad mitológica de Francia, que se mueve como pez en el agua en la pelea identitaria, en la que puede tomar partido por uno o por otro en función de sus cálculos y conveniencias. Prefiere a Sadam Husein frente a Bush, pero también a Sharon frente a Arafat, y a Milosevic frente a Itzebegovich, y no digamos frente a Javier Solana. El abismo del choque de civilizaciones es para Le Pen la cancha ideal donde se jugarán las partidas del futuro. Aunque apele a la República y use los colores de la bandera republicana, su concepción es claramente opuesta a los ideales de igualdad, libertad y fraternidad. En todo caso, lleva a una lectura comunitaria y excluyente de estos ideales, aplicables únicamente a los franceses. Y mejor todavía la tríada trabajo, patria, familia. 'Defendemos una cierta idea de Francia', dice en un mimetismo calculado de una frase célebre de De Gaulle. Pero sigue: 'No es ni de izquierdas ni de derechas, ni de ayer ni de mañana. Es consustancial a nuestro devenir. Está indisolublemente ligada a nuestra sangre, nuestra tierra y nuestra memoria. Para que haya política hace falta que se combinen tres elementos fundamentales: un pueblo homogéneo, que viva sobre un territorio heredado de sus padres y que lo haga de acuerdo con su tradición'.
'El fondo sobre el que se asienta el crecimiento del partido de la exclusión, según expresión ya consagrada periodísticamente, es la crisis de sociedad que atraviesa Francia. Crisis de identidad hacia fuera, consecuente al doble juego entre el terreno nacional y el terreno europeo, siempre bajo el síndrome de la debilidad y el complejo de segundón. Crisis de identidad hacia dentro, ocasionada por el peso de la inmigración y de la variedad de sus culturas en la vida francesa. Crisis económica, con la tendencia a la estabilización de una sociedad dual, estimulada por las políticas neoliberales del último Gobierno socialista y del Gobierno conservador. Crisis demográfica, más que relativa, en comparación con las tasas de natalidad del resto de Europa, donde Francia todavía va en cabeza de la fecundidad. Sobre estas crisis, Le Pen edifica sus dictaduras del miedo'. Así describía EL PAÍS lo que estaba sucediendo en la campaña presidencial de 1988. Apenas habría que añadir y matizar algunas pocas cosas para actualizar el fenómeno Le Pen 14 años después. Ha desaparecido el gran enemigo y a la vez el espantajo de la extrema derecha que era el comunismo, las crisis de la política y de las ideologías se han cebado cruelmente con la izquierda y la derecha democráticas, la corrupción entonces apenas denunciada ha destruido la imagen entera del establishment político, el peso de la Unión Europea es incomparablemente superior ahora que hace 14 años, y ya no hay personajes paternales con aura y carisma presidenciales capaces de parar al más demagogo y astuto de todos los candidatos. La fragmentación política, la cohabitación, la confusión entre los mensajes de Chirac y de Jospin son consecuencia de todo lo anterior.
Le Pen, por su parte, también ha introducido algunas novedades en su discurso ultraderechista de siempre. Entonces era ultraliberal, thatcheriano y reaganista, ahora está en contra del librecambismo y de la globalización y en favor del proteccionismo económico y comercial. Entonces el anticomunismo era el núcleo más ardiente de su mensaje de combate, ahora ha sido sustituido por el antiamericanismo y la eurofobia, y sobre todo por la concentración del discurso en el odio al extranjero, en la xenofobia. 'La vía nacional es ahora la única posible', dice su programa. 'Es la auténtica vía francesa. No busca sus soluciones ni en las utopías socialistas ni en el librecambismo, no cree en los ensueños mundialistas ni en la edad de oro prometida por los cosmopolitas. Saca su coraje y sus virtudes sólo del pueblo francés y de su resurrección'. La democracia orgánica -de claras referencias españolas- está inscrita en su ideario. Pero, a pesar de estas novedades, las bases de su éxito de ahora estaban ya echadas en su éxito de 1988.
Uno de los tópicos más trillados sobre Le Pen es que su despegue electoral se debe a François Mitterrand, el presidente socialista que alentó el crecimiento del Frente Nacional para dividir a la derecha, liderada ya entonces por Jacques Chirac. Como en todos los tópicos, hay una parte de verdad indiscutible. Con Mitterrand, la televisión pública francesa le dio entrada por primera vez en programas de gran audiencia, pero sobre todo, con la introducción del sistema proporcional en las elecciones generales de 1986, Le Pen entró en la Asamblea Nacional encabezando un nutrido grupo de 35 diputados, que pudo formar grupo parlamentario y preparar la elección presidencial de 1988, en la que ya obtuvo más del 14% de votos. La otra cara del tópico es la actitud de la derecha democrática francesa en los primeros años de la presidencia de Mitterrand, una época llena de rencores políticos en la que el neogaullista RPR (Unión para la República) y la giscardiana UDF (Unión para la Democracia Francesa) no dudaron el aliarse con el diablo con tal de vencer a los socialistas. En septiembre de 1983 las elecciones municipales en Dreux, una ciudad dominada por la izquierda a 80 kilómetros de París, auparon por primera vez a un alcalde del Frente Nacional encabezando una lista de alianza FN-RPR-UDF. En 1984, el FN obtuvo casi el 11% en las elecciones europeas y diez diputados en el Parlamento Europeo. Sólo cuatro años antes, en las presidenciales de 1981, Jean-Marie Le Pen no había conseguido las 500 firmas de alcaldes necesarias para presentar su candidatura. Su partido tenía entonces 270 militantes y se le consideraba como un marginal y apestado. 'Inmigración, inseguridad, desempleo, fiscalismo, laxismo moral, ¡estamos hartos!', fue el lema electoral de Le Pen en los primeros años del mitterrandismo. Seis años después, se situaba ya en un porcentaje temible, mejorado en 1995 y superado ahora en 2002, pero de un rango parecido.
François Mitterand consideraba a Le Pen, a pesar de su pésima imagen de político marginal y antisistema, como un notable de la IV República. Se hizo a sí mismo en la pelea callejera, pero también en el Parlamento, primero como diputado poujadista, luego como enemigo del general De Gaulle y de la independencia de Argelia, y finalmente como caudillo federador de todos los extremismos e integrismos ultras. Sin una providencial y polémica herencia que recibió de un multimillonario ultra probablemente jamás habría llegado tan lejos, ni en el control y apropiación personal del Frente Nacional ni en su carrera electoral. Le Pen es plenamente un personaje del establishment francés que tanto denigra, un cacique con fortuna que controla los resortes de poder local y regional del FN y que confunde sus intereses personales con su ideario político. Al igual que Mitterrand, no salió de la ENA (Ecole Nationale d'Administration), la gran institución que ha fabricado prácticamente a toda la clase política francesa de los últimos 50 años. Su programa presidencial, que integra todas las obsesiones de sus partidarios, incluye un copioso apartado dedicado a la protección de la vida animal, en honor de su amiga Brigitte Bardot. Como incorpora un capítulo entero sobre Francia y el mar, en homenaje a su afición de navegante. Pero también incluye la supresión de la ENA. Lisa y llanamente.
Le Pen es el fascismo, es la extrema derecha de toda la vida, aggiornada al siglo XXI, pero esto no significa que casi cinco millones de franceses sean fascistas y de extrema derecha. Su sociología es mucho más amplia, se nutre de multitud de miedos y malestares, y sus propias ideas tienen afinidades con casi todo el arco político. Con la derecha democrática comparte una núcleo estable del electorado y los reflejos de ley y orden característicos. También la tendencia al repliegue nacionalista. Con los republicanos jacobinos de Jean-Pierre Chevènement, su soberanismo y su prevención ante la Unión Europea. Con la candidatura de los cazadores y pescadores, su concepto de una ruralidad arcaica a recuperar. Con el izquierdismo, sus posiciones antiglobalizadoras y antiamericanas. De la decadencia y casi desaparición del comunismo ha sacado nutridas tropas de electores obreros y la sustitución de una cultura de clase por una idea de comunidad nacional. Su mayor enemigo político, paradójicamente, es quien está más cerca, que no próximo, de su electorado, y éste es Jacques Chirac, el hombre que cortó de raíz la tentación de la derecha democrática a buscar la alianza con el Frente Nacional para vencer al mitterandismo. Y con él es con quien medirá mañana sus fuerzas en la mayor oportunidad electoral que haya tenido la extrema derecha francesa en toda la historia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.