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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una novela de la vida misma

A Camil Petrescu le llaman en su país 'el Proust rumano' porque tomó de éste, e importó a la literatura rumana de entreguerras, el análisis psicológico de los personajes de la 'vida real' y sobre todo la renuncia al relato omnisciente, en beneficio de un punto de vista no ya subjetivo sino ceñido estrictamente a las reales posibilidades de percepción del observador, del narrador. En la estética de Petrescu, frases como 'pensó Fulano', que implican que el narrador se puede meter en la conciencia de otra persona, quedan descartadas, pues nadie sabe lo que piensan los demás, de ellos sólo sabemos lo que hemos visto y oído o lo que nos han contado. Para Petrescu, en el fondo sólo es honesto hablar en primera persona. Esta normativa, que él teorizó en ensayos y entrevistas, tuvo amplia resonancia en la activa comunidad intelectual de la convulsa Rumania de entreguerras, de la que han trascendido a Occidente los nombres de Mircea Eliade y Emil Cioran. Llevada a rajatabla, pueden convertirse en un engorro. El lecho de Procusto es la rigurosa y excelente aplicación de esa normativa a una novela. La habilidad del narrador le permite, sin recurrir a grandes artificios, contar la historia de dos amores frustrados y pintar un fresco somero de la organización social del país y de su difícil encaje en él de un poeta y moralista radical e intransigente.

EL LECHO DE PROCUSTO

Camil Petrescu Traducción de Joaquín Garrigós Celeste. Madrid, 2002 380 páginas. 19,90 euros

La encantadora Teresa, mujer independiente, dueña de una tienda de decoración, ama al rico heredero, buen deportista y sensible hombre de mundo Fred Vasilescu. Éste le corresponde pero la rechaza, por motivos oscuros. En cambio, visita con tanto deseo como repugnancia a Emilia Rachitaru, una actriz de teatro y cortesana que, para cobrar importancia ante él, le habla de sus éxitos sentimentales, entre los que se cuenta el difunto periodista y poeta Ladima, del que Fred fue protector, al que desasistió y de cuyo suicidio se culpa.

Para hacer hablar a todos los personajes en primera persona (según la norma), el narrador explica que conoció a los dos primeros y les pidió que escribiesen sobre sí mismos. Así lo hacen, cada uno extendiéndose sobre sus propios sentimientos y avatares y sobre lo que a cada uno más le afecta: Teresa, sobre los asedios de un pelmazo y sobre los silencios incomprensibles de Fred; éste, sobre la vulgaridad y atractivo de Emilia y la tarde que pasó con ella en la cama, fingiendo interés en el relato de sus éxitos y fracasos insignificantes, y leyendo las cartas de Ladima a Emilia, que completan sus recuerdos del poeta; y éste, en esas cartas, sobre su amor por Emilia y sobre la dureza de la sociedad con un hombre honesto como él.

En esta novela sensual e inteligente la voz de cada personaje perfila a los demás, y los desdibuja: quedan lazos sueltos, enigmas sin resolver y los sucesos y revelaciones se presentan con el desorden, lateralidad e inacabamiento con que se presentan en la vida.

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